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BARRACA Y TANGANA

Fútbol, caída y vacío

Hace apenas un mes escribí un artículo en esta misma esquina. Afirmaba que en la vida, realmente, no suele pasar mucho, que por lo general nunca pasa nada de veras trascendental, que morimos huérfanos de grandes acontecimientos. Lo escribí hace solo un mes y ya lo puedo tirar a la basura, coronavirus mediante, ya puedo depositarlo con mimo en el contenedor aquel, justo donde dejé mis sublimes vaticinios sobre Marko Marin, Diego León y Bojan Krkic.

Espero no ser el único con taras por el confinamiento. Me disperso, me cuesta concentrarme, me empiezan a doler músculos y huesos que no sabía que tenía. Trabajo a distancia, acumulo lagunas y tiempos muertos. Solo me falta engordar un poco más, jugar de lateral y perder la congruencia en el pelo para ser ya del todo Marcelo. Superamos las dos semanas y nos queda mínimo un mes con esto. Lo llevamos bien: mi hijo tiene tres años, ya se la suda todo y ha aparecido hoy vestido de Papá Noel; mi hija tiene ocho y pregunta si llegará a ser "mujer"; mi mujer no recuerdo cuántos años tiene, pero me preguntó por Whatsapp, desde la habitación contigua, si en su día nos casamos en régimen de gananciales. Algo trama, por supuesto.

Sea como fuere, estoy descubriendo cosas con el confinamiento. No sabía que la ficción estaba tan sobrevalorada, pero lo estaba, como la Nochevieja, el teletrabajo o el sexo en la ducha. No sabía tampoco que tenía tanta ropa, no sabía que tenía tanta comida, no sabía que estaba en tantos grupos de Whatsapp, no sabía que tenía tantos hijos y no sabía que mi estabilidad mental dependía tanto del fútbol.

La falta de fútbol ha desnudado muchas de nuestras carencias. Así lo siento. No es que la competición fuera de por sí maravillosa, pero aportaba una coherencia salvadora en el calendario de nuestras vidas. Inyectaba una dosis de cosmos en nuestro descuidado caos. Quiero decir, podías vivir de noche o de día, podías aplicarte en el estudio o dejar de ir a clase, podías encontrar o perder pareja, podías quemar los bares o quedarte un tiempo recluido, podías hacer lo que fuera que el fútbol te esperaba, no fallaba jamás y seguía su camino. Podías ser tú un desastre absoluto, podías descarrilar, pero la Liga nos llenaba y reconducía, y evitaba esto que ahora se insinúa y crece, un agobiante vacío.

Era una red de seguridad, sin la que uno se asoma estos días con vértigo al abismo, tratando de adivinar qué nos va a pasar. Como si aplazados los torneos y eliminada esa certeza del gol, que fue a menudo casi la única, lo demás todavía perdiera más sentido.

Cuando acabe esta caída y empiece la recuperación, el fútbol tendrá que aportar lo suyo. No me refiero tanto a la crisis sanitaria, ni a la económica, que quizá también, sino al daño colateral de la anímica. Para eso estarán nuestros equipos, para devolver certezas, para ayudar a que cada pueblo y cada país recupere la autoestima y para saltar otra vez del yo al nosotros. Para pensar otra vez que en realidad nunca pasa nada de veras trascendental y para rubricar la vuelta a la normalidad, si es que existe eso todavía después de esto.

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