El pasado fin de semana se cumplió el primer tramo de cuarentena. No he salido de casa ni a por el pan y he tenido, como tantos conocidos, unas cuantas videollamadas -que no me gustan, por cierto-. Los datos no arrojan mucha luz y yo empiezo a perder la esperanza de que el 11 de abril nos levanten el castigo. Sí, el castigo. Porque quizá deberíamos preguntarnos por qué no le hemos hecho caso a la naturaleza durante los últimos años cuando a gritos de cambio climático nos decía que enfermaba. Aun así, nosotros seguíamos visitando espacios protegidos para conseguir un buen selfi. Realquilando casas vacacionales para lucrarnos. Posponiendo llamadas, visitas, mensajes. Creyendo que vivíamos frenéticamente cuando realmente la verdadera vida la teníamos en pausa. No nos paramos a mirar a nuestro alrededor cuando los maremotos, los terremotos, las tormentas o la calima azotaban nuestra Tierra. Nos asombrábamos, compartíamos fotos del clima en Facebook o en Instagram bajo el hashtag #tormentadearena #lluviatorrencial, y seguíamos a lo nuestro cual dueños del mundo hasta que nos pararon en seco con un virus mortal que venía a recordarnos que los únicos inmortales son los dioses del Olimpo. Nosotros, como cualquier otro hijo de vecino, tenemos fecha de caducidad. ¿Y ahora qué? Me pregunto. ¿Seremos los mismos una vez que esto acabe? ¿Seré la misma? ¿Cambiarán nuestras prioridades? ¿Nos sentiremos en unión por fin con la Madre Tierra? O, en el peor de los casos, caminaremos de puntillas por el mundo hasta que se nos olvide todo esto y volveremos a vivir en una bacanal. Esto que está sucediendo debería hacernos pensar por qué los índices de contaminación han descendido desde que estamos aislados y la Tierra guarda reposo. Por qué desde que los humanos estamos en casa los peces y los cisnes navegan felices por el canal de Venecia, una ciudad que recibía anualmente 25 millones de turistas. Por qué ahora que los hoteles están cerrados las cabras merodean por sus instalaciones. Ahora son ellos, los animales libres, los que nos ven desde fuera. ¿Cómo sienta que seamos hoy parte del circo? No quiero ser catastrofista -aunque lo parezco-. No digo que debamos dejar de viajar, de disfrutar o de vivir. Pero se puede hacer todo eso desde un estado de consciencia plena. Siendo consecuentes con nuestros actos y, sobre todo, sabiéndonos parte de un todo mucho mayor que nuestros ombligos individuales. Ojalá cuando todo esto pase caminemos por el mundo maravillándonos de las cosas insignificantes. Bajando el ritmo cuando la Tierra llore y anteponiendo las necesidades del medio ambiente a las de uno mismo.