Es como si despertáramos de un mal sueño intentando recuperar el sentido de la orientación y la correcta percepción de la realidad. Por los testimonios de quienes vivieron una guerra, e igual que ellos, la comprobación de que no se trata de ninguna alucinación, de que la pesadilla es cierta, nos deja estupefactos. Nos preguntamos cómo es posible que en pleno siglo XXI, y en países del llamado primer mundo, ocurran fenómenos propios de épocas oscuras o de países atrasados. Pues bien: no estamos soñando. Casi de un día para otro, nos hemos visto atrapados no en una pesadilla, sino en una verdadera distopía, que es cosa muy distinta.

La realidad es ésta: atravesamos por una situación de pandemia de Covid-19 que el Gobierno intenta afrontar dotado de los amplios poderes que autoriza la declaración del estado de alarma. A partir de tal declaración, nuestro estatus de ciudadanos libres sufre serias limitaciones en el ejercicio de importantísimos derechos fundamentales. Son los derechos a circular libremente, a disponer de nuestro tiempo con total albedrío y sin vernos sujetos a prestación personal alguna, y, en fin, a disfrutar de todas las facultades inherentes al derecho de propiedad y a la libertad de empresa. Como si fuéramos súbditos de un monarca absoluto o de un Estado totalitario.

Y, sin embargo, España continúa siendo un Estado democrático de Derecho. Por expreso mandato de la Constitución, durante la vigencia del estado de alarma el Gobierno y sus agentes están llamados a responder (política y/o judicialmente) de todos sus actos, y ni el Congreso puede disolverse ni, al igual que los demás poderes constitucionales del Estado, cabe que su funcionamiento se pueda interrumpir. El templo del dios romano Jano permanecía abierto en tiempo de guerra y cerrado en tiempo de paz. Aquí el templo de la Constitución siempre se ha de hallar abierto, tanto en calma y bienestar como en zozobra y espanto.

¿Podemos considerar innecesaria, exagerada o abusiva la proclamación del estado de alarma en las actuales circunstancias? Honestamente, creo que no. Encajan como un guante en uno de los supuestos de hecho legalmente previstos: "Crisis sanitarias, tales como epidemias?", dice la Ley Orgánica 4/1981. Naturalmente, pueden discutirse, incluso jurídicamente ante el Tribunal Constitucional, y no únicamente desde el punto de vista político, todas y cada una de las medidas adoptadas en el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo. Pero considero innegable la licitud y la pertinencia circunstanciales de semejante disposición, sin entrar a valorar si se dictó con retraso o prematuramente, cosa que están más capacitados para discernir los médicos especialistas en salud pública.

La distopía que atravesamos es hija del grave peligro que corre nuestra salud y de la restricción de los derechos básicos citados, que refleja una dolorosísima pérdida temporal de lo que la Constitución denomina "el libre desarrollo de la personalidad". Confinados forzosamente en nuestras casas, vivimos en un inmenso archipiélago gulag, por recordar la expresión de Solzhenitsyn. También en él hay, desde luego, privilegios y privilegiados, en función de la posición económica de cada uno. En todo caso, a través de los medios de comunicación llegan hasta nosotros el estruendo del caos y el olor penetrante del miedo. Cada minuto nos alcanzan el ruido y la furia de quienes luchan, sufren y mueren en primera línea.

Comprobamos indignados que en nuestros hospitales falta incluso lo más imprescindible en materia de personal y medios, como consecuencia de una suicida política de desinversión en la salud de todos. ¡Y encima nuestros dirigentes se ufanaban hace pocos días de poseer el mejor sistema sanitario del mundo! Ante ellos se alza ahora el gemido angustioso de quienes carecen de respirador, las imprecaciones de quienes les cuidan desprovistos de la debida protección, el degradante hacinamiento de los que esperan en las urgencias, la desconexión inhumana, por más que necesaria, de enfermos y familiares? Añádase el pavor que despiertan las noticias acerca de la situación de los geriátricos, por donde debe andar ahora Dante Alighieri levantando acta. ¿En qué círculo del infierno ubicará a las residencias de mayores? Lo dicho, sufrimos una distopía.

De esta epidemia en concreto, en tanto que fenómeno de la naturaleza, no tiene la culpa nadie (ni siquiera los vendedores chinos de carne de pangolín), como tampoco de los terremotos, los huracanes o los tsunamis. Pero de bajar los impuestos a los ricos o de amnistiarles fiscalmente y de reducir al mismo tiempo las partidas presupuestarias de la sanidad pública, es responsable una determinada política económica, ajena por completo al interés general. A esa política vamos, sin embargo, a volver ineluctablemente si la Unión Europea reacciona a la hecatombe económica que se avecina como lo hizo con la Gran Recesión de 2008.

No es cuestión de ideologías, de tensión doctrinal entre liberalismo puro y socialdemocracia. Yo a los políticos holandeses, alemanes y austriacos, tan insolidarios y cicateros con los países del sur, y, en resumidas cuentas, tan euroescépticos, no les veo como liberales. Les veo como ciegos y desalmados. También forman parte de la distopía.