Pocos son los que no tienen a su alrededor el movimiento incesante de unos niños atrapados en una jaula, a fin de cuentas un encierro pese al estrepitoso catálogo de ofertas que les llegan a sus padres para mantenerlos entretenidos. A mí la pandemia me ha cogido con hijas empezando la veintena, confundidas por el velo negro que ha caído sobre su futuro más inmediato. Pero creo que los padres con niños lo tienen peor: ¿cómo explicarles lo que sucede? ¿cómo decirles que de la noche a la mañana ya no existen la bicicleta ni el balón? ¿cómo decirles que el parque ha desaparecido? Debajo de casa hay un matrimonio joven con dos criaturas felices, inquietas, a las que oigo perfectamente mientras estoy en el teletrabajo. Sus voces, gritos, carreras y juegos me acompañan a diario en el confinamiento. Lejos de molestarme me trasladan a una paz intensa: existe la vida, pienso; ellos continúan con sus travesuras, poniendo a prueba los nervios de sus padres; a veces se oyen grandes estruendos, como si un jarrón se hubiese roto; sus peleas; otras toca un buen rapapolvo que percibo con claridad... Estos pequeños llevan un tiempo -no me acuerdo cuánto- sin pisar la calle, por lo que también son unos héroes. No entienden lo que es una pandemia ni por qué el mundo se ha puesto de pronto patas arriba. Tampoco por qué han cerrado el colegio. No pueden ver a ninguno de sus amigos. Tampoco a sus abuelos. Ellos viven su pesadilla. No sabemos qué restos se les quedarán en la memoria. Cada uno deglutirá la crisis a su manera, pero es casi seguro que en esas mentes esponjosas quedará una gaveta en la que almacenarán algún episodio, puede ser triste, pero no necesariamente. También está la curiosa inmersión que hacen los niños en la historia: las tremendas visitas nocturnas del virus, al que ven con patas y rostro infernal, decidido a hacerles pasar un mal trago. Miles de niños luchan en su imaginación contra el Covid-19, que ha pasado a ser un enemigo entre los grandes enemigos que pueblan la imaginación infantil. El ímpetu con que ellos se enfrentan al invasor nos da ánimos, o debería dárnoslo (lo esperan), para mantener a raya el pavor. Y el ruido incesante de ellos es un acicate para seguir en la cuerda.