Por la tele salen dos ministras: Economía y Hacienda. La ministra de Economía habla con inteligencia, precisión y laconismo, la ministra de Hacienda parece, a ratos, una gitana leyéndote la buena mala ventura, porque vamos a pasarlo muy malamente, pero saldremos en V ozú. Aunque parezca sorprendente la portavoz del Gobierno es la segunda, chiqui. Mi perro, que ante el televisor suele afectar una indiferencia absoluta -ni siquiera gruñe cuando sale Santiago Abascal profetizando las cartillas de racionamiento con el rostro impreso de Simón Bolívar- ante la portavoz gubernamental ladra escandalosamente. Tengo que adelantar la salida porque va a terminar destrozando el sofá. Allá fuera empieza a desplegarse una curiosa esquizofrenia: los vecinos que se saludan desde los balcones, que incluso se preguntan por las mascotas, las familias y los grifos que gotean, en la calle se miran con desconfianza sobre las mascarillas. Si se da un ligero patinazo en la desconfinamiento cada vecino verá al otro como un agente de muerte y destrucción, lo que, por otra parte, es lo que siempre se ha pensado de los vecinos. Mañana (hoy para ustedes) podrán salir a la calle, todos, salvo los enfermos y diagnosticados, en distintos tramos horarios. Se va a quedar un día estupendo para quedarse en casa.

Las ministras hacen un resumen, ligeramente edulcorado, del Plan de Estabilidad que ha remitido el Gobierno a Bruselas como vasija donde recoger las perras de la Unión. Porque de Bruselas todavía no ha llegado un céntimo ni llegará hasta el verano. Ofrecen previsiones inverosímiles, como lo son casi todas en este momento, pero con un matiz: son inverosimilitudes estadísticas a favor del optimismo risueño y obsceno del Gobierno. Esto será un desastre, no se lo vamos a negar, pero un desastre guapo, solidario, pedagógico, creativo, cooperativo, y sobre todo, será una catástrofe donde no dejaremos a nadie atrás. Pero si nadie queda atrás, ¿por qué llamarlo desastre? Tampoco los asesinos -y no se trata de una comparación- suelen dejar atrás a nadie. Si no dejar a nadie atrás significa reducir a pequeños retortijones el inmenso potencial de sufrimiento social que significa esta crisis se trata simplemente de pensamiento mágico que te venden como el buhonero vendía un crecepelo en la plaza.

Si bastaron quince días de encierro domiciliario y parón productivo para una disminución del PIB superior al 5% aventurar un 9% de caída al final de año no es voluntarismo heroico, sino magia potagia. Lo más sorprendente -lo contó la adivina con todo su gracioso desparpajo- es la aseveración tajante de que no va a tocarse el sueldo a los empleados públicos frente a un horizonte de un incremento del gasto de 55.000 millones y un hundimiento de la recaudación de 25.000 millones: ambas cifras se quedarán muy cortas. Del cuadro enviado a Bruselas se deduce, además, que no se prolongarán los ERTE más allá de agosto: siempre es posible renovarlos, pero hacerlo significaría descabalar las cuentas del esforzado documento. Estamos ante un discurso similar a la de Rodríguez Zapatero en 2008, pero adaptado a tiempos aún más cínicos. Para Rodríguez Zapatero no había crisis, sino desaceleración. Para Pedro Sánchez la situación es gravísima, pero todo terminará bien. Todavía llegamos a conocer la ingenuidad táctica de negar la realidad. Hoy nos cae encima la desfachatez estratégica de presentar la hecatombe como una ocasión que demostrará la superioridad política y moral del Gobierno. Chiqui.