Hay días como el de hoy que malditas ganas de escribir por obligación. Lo hago desde hace muchos años pero hay días que despacho el texto en un plis plas y otros en los que todo se lía. De eso han vivido mis hijos. A veces la dichosa inspiración juega al escondite y no encuentro motivo para dedicarle las 310 palabras semanales, en fin, nada que me llame la atención, que me llegue. Ya saben que cuando escribo busco una luz, el faro que me alumbre, una cara, una historia, una voz. Llegados a ese punto me siento a escribir, sin red, como quien juega a la ruleta rusa. Preparo café, hablo con amigos, trasteo, pongo música -ahora estoy enganchada a Quique González, cantautor madrileño que me recuerda a los Urquijo, a Vega y a esa panda de gente brillante que ha escrito páginas de oro en la música pop de nuestros país-, un tipo al que querer es fácil. Hay que prestarle atención. Total, que paseando por las redes a ver si encontraba algo inspirador saltó la liebre.

Alguien, un futuro periodista, escribió un largo Twitter agradeciendo un texto que publiqué hace 20 años cuando en su familia se cruzó la tragedia. Entonces él tenía ocho años. Adjunto al Twitter venía el texto que publiqué en La Provincia y que todos guardamos menos yo. Saben que no lo hago nunca. Abrí el adjunto y leí lo que había olvidado. Me sorprendió su cariño así que llamé a su padre para saber quién era el muchacho de Twitter: "Es mi sobrino, el hijo de Mapi, mi hermana". Sus escuetas palabras me centraron. Era el obituario de Mapi Medina.

Ahora sé que Víctor, así se llama el twitero, me sigue desde hace tiempo, que pronto será periodista y que es un buen chico. Tanto que el día de nuestro encuentro virtual, uno de ellos, sospecho quién, dejó en casa una bandeja de mimos.