La Provincia - Diario de Las Palmas

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OBSERVATORIO

Libertad, lenguaje y proteínas

En el año 1960, Peter Medawar, premio Nobel de Medicina, afirmó que los virus son un conjunto de malas noticias envueltas en proteínas. Hoy en día, podemos decir que el confinamiento es un conjunto de medidas restrictivas envueltas en legalidad. Y así, con disciplinada obediencia, hemos salido a la calle en las franjas señaladas por las autoridades durante estos días. Nunca mirar al cielo y respirar fuera de casa ha sido tan valorado por tantas personas, pero es lo que tiene la falta de libertad. La mezcla de fases, horarios, tramos, grupos de edad, metros de distancia, medidas preventivas y precauciones hace que salgamos como extraños, como teniendo que aprender otra vez a caminar por donde frecuentábamos, esquivando a otros, adivinando trayectorias en el camino, intentando que ninguna partícula espirada pueda coincidir en nuestro recorrido.

De esta forma, como zombis que caminan por caminar, sin rumbo y arracimados, hemos inundado aceras, calles, plazas y cualquier sitio por el que pudiéramos avanzar para sentirnos libres del estado de alarma y libres del coronavirus. Nunca se ha caminado tanto sin destino alguno, como escapando del miedo. Nuestras ciudades parecían distintas, apenas sin coches, repletas de bicicletas, tomadas por los viandantes.

Los ideólogos del confinamiento estarán satisfechos con el ensayo social diseñado. Los estrategas policiales han seguido vigilando nuestros pasos y nuestras acciones. Los chinos se frotan las manos programando vuelos de abastecimiento con sus mascarillas y equipos de protección defectuos para vender al mundo en los próximos meses. Los sanitarios despedidos por la Comunidad de Madrid lloran lágrimas de rabia por haberse dejado utilizar por los mismos que llevan años manoseando hermosos sentimientos. Los comerciantes despiertan cada mañana deseando que todo sea un mal sueño. La extrema derecha sigue amamantando su legión de troles, cuentas falsas y fascistoides para seguir atizando la hoguera del malestar y los bulos, antes de que la pandemia amaine. Tantos y tantos sanitarios, tras llegar a su casa, ducharse y cambiarse, piden con todas sus fuerzas no haberse contagiado para poder seguir besando a sus hijos y trabajando por salvar vidas. Todo en su lugar.

Al igual que nuestras costumbres están cambiando, también lo está haciendo nuestro lenguaje. De manera tan lenta como imperceptible, se está desplegando el nuevo "coronalenguaje" que entra con fuerza en nuestras vidas, siendo interiorizado con mansa resignación, de la misma forma que hemos asumido el sutil autoritarismo que se ha desplegado a nuestro alrededor. Sin embargo, las palabras no son inocentes y pueden tener significados resbaladizos. ¿Qué narices es eso de la distancia social? En todo caso será distancia personal, pero nunca social, porque no es la sociedad quien la ejerce, sino las personas individuales. Por supuesto que tenemos que mantener medidas sanitarias y de higiene, pero de ahí a construir una sociedad distanciada va un abismo. ¿Qué es eso del desconfinamiento?, como si fuéramos buzos que salimos a la superficie o presos que vemos la libertad. ¿A quién se le ha ocurrido la tontería del desescalamiento?, como si bajáramos la pendiente de una montaña por la que hemos ascendido deportivamente.

Puestos a utilizar el vocabulario al uso, sostengo que la seroprevalencia asintomática de la zoonosis patogénica detectada a través de la inmunidad en los grupos de riesgo no va a contagiar mi lenguaje.

Y aunque todavía no tenemos conciencia precisa del enorme desastre económico que se avecina, a lo largo de estas semanas han saltado por los aires un buen número de dogmas. Durante años se nos ha repetido que teníamos que mejorar nuestra economía porque no era competitiva y tenía que aumentar nuestra productividad, para justificar con ello la precariedad laboral en tantos y tantos sectores. Una y otra vez se nos ha insistido, de forma machacona, sobre nuestra falta de competitividad respecto a las economías más avanzadas, justificándose con ello la reducción de salarios, como una variable para colocar la economía española en una posición más favorable, a costa de tener a miles de trabajadores en activo dependiendo de las recogidas de alimentos en los centros de caridad asistencial. Con insistencia se ha publicitado ese nuevo mantra, revestido de modernidad, llamado economía digital, que ha permitido a grandes multinacionales tecnológicas y tiburones que navegan en esas aguas construir un gigantesco entramado de ingeniería fiscal para eludir impuestos y evadir capitales. Pero ahora resulta que carecer de UCI, no tener unas simples mascarillas de algodón, respiradores o suficiente gel hidroalcohólico puede acabar con la población de un país a la misma velocidad que arde una cerilla, poniendo a grandes potencias y a sus economías al borde del caos. Nadie, parece, que lo tuviera en cuenta.

Y en España, hay quien se empeña en no aprender de los errores ni quiere interpretar adecuadamente las profundas transformaciones que atravesamos, a juzgar por la petición que ha lanzado la patronal, CEOE, para poder despedir fácilmente y bajar salarios como respuesta a la situación creada por el coronavirus. Siempre lo mismo, en cualquier momento y situación.

Es lo que tiene la insensatez: con un sencillo virus envuelto en proteínas, queda al descubierto.

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