Al parecer el pasado sábado se estuvo anunciando un golpe de Estado por las calles españolas. Me enteré, entre otras cosas, a través de un montón de tuits de Gabriel Rufián profetizando el fascismo literalmente a la vuelta de la esquina. Muchos retuitearon las opiniones rufianescas; que el secretario general de ERC esté en la cárcel -sentencia firme del Tribunal Supremo- por haber intentado conculcar el orden constitucional en Cataluña no molestó al diputado independentista ni a los que difundieron sus genialidades y alarmas. Otros muchos tuits se referían a la actitud complaciente de la policía con los manifestantes ultras, como si el jefe de los guardias fuera Camilo Alonso Vega y no Fernando Grande-Marlaska. Y lo más repetido: la terrible manipulación de la bandera española por parte de los de Vox, manchando irreparablemente la enseña nacional.

El sábado salieron muchos fachas a las calles españolas, en efecto. Es un facherío casposo de nostalgias franquistas al que el cuerpo le pedía exhibicionismo, posturitas, vivaespañas, ostias y maricones. Eran como lo niños del confinamiento, llevaban mucho sin salir y lo hicieron con muchas ganas. Pero la prudencia ahora debería dejar claro que la mayoría de los manifestantes no eran fascistas revenidos y no volaban con el aguilucho, sino que agitaban la bandera constitucional. En España no hay 3.656.000 fascistas dispuestos a apoyar un golpe de Estado. Los votantes de Vox no son un ejército de camisas negras ni un monolito ideológico: ahí están representados conservadores católicos, populistas de derechas, antiliberales de variado pelaje, antiguos votantes del PP radicalizados y los que añoran la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer. Es un partido de aluvión, como lo ha sido Podemos, aunque con una menor transversalidad. ¿Es razonable siquiera fantasear con abolir el derecho de manifestación cuando el propio presidente Sánchez anuncia que en pocos días varias comunidades autónomas podrían salir del estado de alerta? Creo que ha llegado el momento de dejar de alimentar esta estúpida y suicida espiral de polarización política que en medio de la peor crisis económica de los últimos ochenta años se ha acelerado enfangando la esfera pública hasta el vómito. Si los participantes que han asistido a la manifestación convocada por Vox han incurrido en delitos o faltas que se denuncien en los juzgados. Y combatamos las diatribas y falsedades fascistas, reaccionarias o populistas no con insultos y estupideces automatizadas, sino con argumentos, inteligencia, sentido de la oportunidad y humor.

En los años 80 y 90 España vivió un proceso de desnacionalización. El franquismo había sido una dictadura de exaltación nacionalista y cuartelera y queríamos dejar atrás esas miasmas. Y así se hizo. La bandera rojigualda se vació simbólicamente mientras en las periferias surgían nuevos nacionalismos que, particularmente en Cataluña y el País Vasco, se soldaron al poder autonómico y se convirtieron en regimentales. Por eso resulta estupefaciente que la izquierda denuncie ahora que las derechas se apropien de la bandera, cuando la despreciaron durante décadas. Respecto a Pedro Sánchez me creeré que no encuentra un magnífico recurso en la ultraderecha cuando alcance pactos con el PP y Ciudadanos para enfrentarnos a lo que nos viene encima y consensuar las reformas pendientes. Hasta que eso no suceda pensaré que para su PSOE y Podemos una derecha dividida en tres ha devenido el único escenario que les permitiría gobernar durante los próximos ocho o diez años.