Recuerdo ese lejano ayer - hace más o menos una semana - en el que los bares y baretos abrieron sus puertas y se desperezaron las terrazas. Llegaba usted temblando de ansiedad a la mesa y se acercaba apresuradamente el camarero con un vaporizador de desinfectante, una bayeta y un trapo. El cliente pisaba una alfombrilla, el camarero desinfectaba los muebles, el cliente se sentaba como si lo hiciera en una silla eléctrica y rápidamente le traían, bajo la mascarilla, el cortado y la pulguita de queso blanco y tomate. Qué tiempos. Salvo en las mayores terrazas - las más expuestas a la curiosidad policial - en las restantes ya nadie desinfecta nada, ni se ocupa de puñeteras sombrillas, ni nada se sirve con rapidez. La cuestión es pillar mesa y enseguida llega el camarero de siempre, confianzudo, desatento y liberado de la mascarilla, que antes de atenderte estaba fumándose un malboro a metro y medio de las sillas.

La gente que puede usted ver en el paseo marítimo de su ciudad - si su ciudad tiene un paseo marítimo o algo parecido - va mayoritariamente con mascarilla, pero son la minoría. La mayoría está sentada en las terracitas o de pie frente a barras improvisadas, y como están bebiendo y comiendo, no llevan tapabocas. Basta con ponerse un chándal y también quedas excusado de hacerlo. Desde el pasado fin de semana las playas, pisadas primero como la última flor del paraíso, se han abarrotado, y las autoridades municipales están aterrorizadas esperando el próximo sábado, y el domingo, con temperaturas cercanas a los treinta grados.

Ocurre que nos hemos tragado nuestro propio cuento: los canarios se han ganado en estos dos meses disfrutar de sus calles o sus playas, acercarse a su finquita en Arafo o pasar directamente a la Fase DCCXIX. Pero no es así. Y eso - obviamente - no significa no reconocer el ímprobo y sacrificado trabajo del personal sanitario o las abundantes muestras de solidaridad entre la población. Una pandemia no es una verbena de premios y castigos. Lo que hemos tenido, en este espantoso reparto del dolor y la desolación en España y en el mundo, muchísima suerte, y esa suerte se ha acentuado por el simple hecho de ser islas. Si aquí la pandemia llega alcanzar el impacto que ha tenido, por ejemplo, en los municipios de las conurbaciones de Madrid y Barcelona (Leganés o Santa Coloma) nuestro sistema sanitario hubiera colapsado. Como han sido relativamente pocos los muertos y enfermos los isleños actúan como lo solíamos hacemos siempre: como si fuéramos inmortales.

La obsesión por las terrazas, los restaurantes y las playas desplaza del centro del debate público la incertidumbre del futuro inmediato de la educación en Canarias - que el Gobierno autonómico casi ha abandonado a su suerte: se está intentando corregir el caos con prisas y torpezas - y la misma situación del sistema sanitario. Uno de los objetivos del confinamiento era limitar la propagación del virus. Pero el otro consistía en evitar una presión asistencial insoportable y, más adelante, prepararse para la segunda oleada de la pandemia, que llegará, según la gran mayoría de los científicos, entre septiembre y noviembre. Ahora mismo la Consejería de Sanidad debería estar adquiriendo respiradores mecánicos y diseñando unidades de cuidados intensivos de emergencia para su puesta en marcha, si es necesario, en el menor tiempo posible, por no hablar de un centro logístico autonómico para recepcionar mascarillas, guantes, batas, gafas protectoras y gel desinfectante. No por ninguna manía protocolaria, sino porque el otoño es una amenaza real a nuestras vidas.