Hace más de treinta años Fernando Savater escribió un artículo muy glosado en su momento y hasta imitado después, Lotería primitiva, en la que venía a explicar que daba lo mismo que el monarca -en España jefe del Estado - nos lo mereciéramos o no, porque es el que te tocaba: tonto o listo, lúcido o babeante, responsable o insensato. Sabina, en una canción, explicaba que las faldas son siempre una lotería; con la monarquía, con las mejores monarquías democráticas y parlamentarias, viene a ocurrir lo mismo. Luego Savater se adhirió sin reservas a la monarquía definida por la Constitución de 1978 y alguna que otra vez visitó La Zarzuela. Recientemente incluso le ha escrito cartas a la infanta Leonor, pero sus lectores de media vida le perdonamos casi cualquier cosa. Ahora la Fiscalía del Tribunal Supremo anuncia la apertura de una investigación sobre las hipotéticas mordidas que cometió Juan Carlos I de Borbón por el proyecto de un tren a La Meca: se habla de 80 millones de euros en cuentas abiertas en Suiza por testaferros del soberano.

Desde los últimos años del reinado anterior se activó una defensa argumental de la institución monárquica. Ya se había hecho antes. Quizás esté a punto de hacerse de nuevo. Es una defensa convincente. El carácter no electivo del jefe del Estado sería, dado su función arbitral, una ventaja; al ser hereditario, permite un largo periodo de formación; el Rey está sujeto de hecho, aunque no de derecho, a responsabilidad política. La Monarquía Parlamentaria - así, en mayúsculas - se parece más a una república que a otra cosa; constituiría, en resumen, una monarquía republicana, una república coronada, que integra, defiende y garantiza los valores fundamentales de la libertad y la democracia. Las monarquías parlamentarias del siglo XXI merecerían ser llamadas, en resumen, "repúblicas con jefe hereditario".

No son malos argumentos. Pero tampoco se me antojan irreprochables, y no solo porque ese retrato de una república coronada no se ajusta plenamente a la situación constitucional española, en la que el Rey es jefe supremo de las Fuerzas Armadas - aunque no ejerza de facto ninguna jefatura militar -- o la administración de la Casa Real corra de su cargo y no esté sometida a fiscalización alguna una vez asignada la cantidad en los presupuestos generales del Estado. La imagen de la monarquía española -igualmente - está demasiado ligada a la Iglesia Católica, lo que no se condice con un Estado que se define como aconfesional. Pero lo peor es que en la lotería primitiva lo que durante mucho tiempo se creyó un primer premio ahora parece, como mucho, una cuestionable pedrea.

Las monarquías constitucionales son fantasías operativas que se basan en cierta estereotipada ejemplaridad. Pero ejemplaridad irreprochable y transparencia ilimitada son incompatibles. Juan Carlos I de Borbón consiguió una prodigiosa popularidad en los años ochenta y noventa pero debió abdicar en un ambiente mefítico y nublado por turbias sospechas. Se prefirió no efectuar cambios constitucionales para modernizar el sistema monárquico: a esos cambios podía haberse ligado su sucesor, Felipe VI, para fortalecer la institución y abrir una nueva etapa. Lo dejaron solo tanto como fue protegido su padre. Y ahora, y en mala hora, el que ha sido muy probablemente el mejor rey de la Historia de España -un jefe de Estado inteligente, honesto, responsable, informado, exquisitamente respetuoso con la Constitución- puede ser el último.