El coronavirus ha matado a uno de cada diez mil seres humanos, el cambio climático supera esa cifra y puede acabar con la humanidad entera. Pese a ello, un artículo que sobrepujara el calentamiento global a la pandemia sonaría obsceno por estas fechas. Medio año atrás, una columna proponiendo la utilidad insustituible de los plásticos hubiera desencadenado una orgía entre los ofendidos profesionales de Twitter. Hoy, todos los habitantes del planeta están envueltos en polímeros desechables de un solo uso, y han desaparecido los cruzados contra el material innoble.
Medio año atrás, un artículo propugnando la experimentación con simios por la preferencia intrínseca de la salud humana, hubiera implicado la ordalía de su autor en Twitter. En cambio, hoy se tortura sistemáticamente a macacos para obtener a toda prisa una vacuna contra el coronavirus, sin que los entusiastas del paseo perruno hayan enarcado una ceja. De hecho, la sociedad se lamenta de que no haya primates suficientes a quienes contagiar la enfermedad en dosis masivas. Ni los militantes alzan la voz para denunciar que nadie ha consultado a los cobayas sobre un sacrificio que pueden pagar con la muerte, y desde luego con una neumonía intersticial severa.
Al contrario, el denunciante de la proliferación de titulares estrambóticos del estilo de "Lo que los macacos nos muestran sobre el virus" recibirían los mismos dardos, y a cargo de los mismos ofendidos, que los proponentes medio año atrás de la utilización racional de cobayas. En fin, medio año atrás una defensa de los transgénicos hubiera incendiado las redes. En cambio, hoy leemos con un cabeceo aprobatorio que "La Unión Europea relaja sus reglas sobre los Organismos Genéticamente Modificados, en la búsqueda de la vacuna de la covid". Es decir, sálvese quien pueda. La moralidad estaría muy bien, si no tuviera profesores tan empalagosos.
