Estoy despistada. Perdónenme ustedes la falta de entendimiento pero no consigo ubicarme. El pasado miércoles el cantante Pablo Alborán publicó un vídeo en sus redes confesando que es homosexual y que lo hacía público "porque necesitaba ser un poco más feliz de lo que ya era". El vídeo tuvo millones de visitas. Diferentes medios de comunicación -si no todos- se hicieron eco de la noticia. Actores, músicos y escritores le enviaron mensajes de felicitación a través de sus redes. Hasta Andreu Buenafuente le dedicó su programa. Y dispénsenme la mala leche pero solo falta que Netflix anuncie una serie. Todo ello por hacer oficial su condición sexual. ¡Ojo! Que le honra porque al ser un personaje conocido, esa revelación le allana el camino a los que tienen que lidiar día a día con su sexualidad en una sociedad hipócrita y homófoba que acepta según qué cosas de según quién vengan. Pero sinceramente, esas muestras de afecto y admiración por sus declaraciones se me antojaron casposas. Para normalizar las cosas lo primero es actuar con normalidad. En el momento en el que se busca la aprobación del otro, la normalidad deja de estar presente. Se justifica lo "anormal". Se busca beneplácito de lo que se considera "malo" pero ¿de ser homosexual? ¿En un país que ha legalizado el matrimonio entre dos personas del mismo sexo? No creo que sea España el lugar donde más represión haya. Cavernícolas los hay, como en todos lados, pero considero que se goza de mucha libertad para amar a alguien de tu mismo sexo, del contrario o de género fluido, si nos ponemos exquisitos.
