La Provincia - Diario de Las Palmas

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LAS CUENTAS DE LA VIDA

El protectorado

A mediados del año 2020, lo que se debate en España es nuestro grado de independencia. ¿Somos un país intervenido? ¿Lo seremos en otoño, tras el espejismo melancólico de un verano sin turistas? ¿Qué supondría la intervención de las autoridades europeas? ¿Un ajuste duro, como el que sufrieron hace menos de una década Grecia y Portugal?, ¿reformas meramente institucionales y subidas de impuestos, como pretende el gobierno Sánchez?, ¿o limitar al máximo el gasto público no esencial, como acaba de reclamar esta semana el Banco de España? Sea lo que sea, no se trata de una simple ocurrencia llamar protectorado a nuestro país. No es un protectorado, desde luego, en un sentido que se ajuste al recorrido histórico del término. Pero sí lo sería en una lectura actualizada, a la manera de Zygmunt Bauman, líquida y maleable: un protectorado de la Unión y, más en concreto, de Alemania, el país central que marca la orientación de las políticas europeas. Eso supone carecer de autonomía real; significa que nuestra voz se escucha, pero pesa poco. Por supuesto, como sucede casi siempre, no es un problema exclusivo de España ni nos atañe sólo a nosotros: la singularidad española no es tal.

Pero hay un doble protectorado. Así, Ivan Krastev ha observado que, en gran medida, las pulsiones iliberales y populistas de nuestro tiempo tienen que ver con circunstancias emocionales y con un hondo resentimiento ante lo que se percibe como humillaciones del poder. Algo de esto hay, aunque no del todo. Quiero decir que los errores de la globalización son evidentes, incluso para sus partidarios -entre los que me cuento-, del mismo modo que resulta innegable el componente revolucionario de la tecnología. Ambas -globalización y tecnología- aceleran unos cambios para los cuales los gobiernos no parecen estar preparados ni tampoco amplios sectores de la ciudadanía. En consecuencia, el poder se concentra y se forjan nuevas elites económicas, auténticas capas freáticas de riqueza cada vez más aisladas del bien común. Son tierras fértiles para la ira y el miedo, terrenos abonados para explotar la demagogia. Si las naciones carecen ya de independencia real, qué decir de los ciudadanos, supeditados ahora al crédito bancario hasta para irse de vacaciones o para comprar un coche. Un empleo estable depende de la orden de una multinacional cuya sede se encuentra no se sabe muy bien dónde y cuyos dueños responden al nombre de algún fondo de inversión. A punto de entrar en la tercera década del nuevo siglo, la modernidad ha derivado en un doble protectorado con toda su carga de humillaciones incorporada.

¿Estamos siendo justos? Si nos ceñimos a los datos, seguramente no. Vivimos en la sociedad más inclusiva que ha conocido la historia, la más alfabetizada, con mayor esperanza de vida y menor pobreza. El Estado del bienestar, aunque debilitado, sigue ofreciendo niveles de protección muy superiores a los de cualquier época del pasado. La tecnología brinda múltiples variantes de entretenimiento a una sociedad ávida de experiencias. La economía verde facilita soluciones que permitirán descarbonizar el planeta en un plazo razonable. Y, sin embargo, algo va mal. O eso parece. Y quizás lo que va mal no sea tanto lo material como lo abstracto. Es decir, que tal vez sea la cultura y sus valores lo que ha pervertido el adecuado funcionamiento de la sociedad. Una cultura hiperindividualista y superficial, de tono pop y hedonista, sin vínculos fuertes con el pasado ni con sus lecciones y que ya no cree en los límites ni en la verdad. Una cultura, en fin, que se llama solidaria, pero que no responde sino al dictado del gen egoísta. Un gen cuyos excesos pagamos ahora todos.

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