Cuatro de cada diez empleados públicos de la Comunidad Autónoma de Canarias se jubilarán en los próximos diez años. Ahora que el tiempo de pandemia nos fuerza a un cambio estructural largamente aplazado, a una reforma fiscal, salvo que lo que se quiera llevar a cabo no sea más que otro parche, es tiempo de plantear también otra de las reformas eternamente pospuesta para nunca. Reformar la función pública es una iniciativa tan loable como inaplazable. Por imperativo de la sociedad digital, por la necesidad de atajar las ineficiencias y por la propia sostenibilidad de las cuentas regionales.

Los tiempos imponen la gestión telemática. Dejar escapar ese tren convertirá la administración en una inútil antigualla en un mundo trepidante. Una buena atención requiere rapidez, sencillez y transparencia. El laberinto burocrático acaba con la paciencia de los ciudadanos y traba la economía. Canarias debe contar con los servicios de excelencia que pueda costear sin ahogar sus recursos. Muchos empleos autonómicos son esenciales, algunos ya no hacen falta y otros están por inventar. Adaptarlos a la realidad, sin desgarros, pero con firmeza, no los condena: los salva. Y de paso mejora la vida de los canarios.

Sostenía Maquiavelo que los actos de severidad deben ejecutarse rápido y de un tajo: "Dejando menos tiempo para notarlos, ofenden menos". No hay otra manera de superar las deficiencias estructurales que lastran el funcionamiento de cualquier país que arremangarse y actuar con decisión; también con sensibilidad. Las medidas basadas en el rigor y la profesionalidad son a la larga, como demuestra la experiencia, sumamente provechosas, aunque también tremendamente impopulares porque exigen altas dosis de implicación, diálogo y renuncias.

Los políticos actuales, infectados de populismo, sienten alergia a exigir a la ciudadanía esfuerzos y sacrificios. Muestran en cambio una patológica adicción a eso que algunos analistas denominan "déficit electoral": el gasto espontáneo a espuertas para regalar los oídos a la clientela en la competencia por amarrar los votos.

Reestructurar la función pública en Canarias es un acto de responsabilidad de esos que, conducido a buen puerto, cambia para bien y por décadas el futuro de una comunidad. La misión es delicada, ciclópea. Y entraña riesgos. Soliviantar, por ejemplo, al personal de la Administración o defraudar las expectativas si el empeño acaba en componenda. Pero solo intentándolo existe posibilidad de progreso.

Este asunto exige hablar sin miedo y con mucha franqueza. En una nación con unos índices de paro escandalosos y una volatilidad laboral altísima, los empleados públicos tienen garantizado el sustento hasta la jubilación. También se lo ganaron en una oposición, al menos una parte de ellos. A los primeros que corresponde valorar este estatus es a los propios afectados. Pero eso nada tiene que ver con la naturaleza del debate que ahora corresponde abrir.

Remozar el entramado administrativo no significa cuestionar a los trabajadores, poner en duda su dedicación o compromiso, ni socavar sus derechos. Sí adecuar sus medios y actualizar su formación y sus funciones para acompasarlas a unos tiempos fulgurantes que exigen rapidez en las actuaciones y flexibilidad en las respuestas.

Existe una primera causa del desfase cronológica y cuantitativa. La norma que rige el sector data de 1985. La ley quedó desbordada por el volumen de incorporaciones y el desarrollo del autogobierno. El rápido crecimiento de la maquinaria multiplicó los compartimentos estancos y los particularismos, un autismo letal para la movilidad, las tramitaciones y, en definitiva, para el servicio público, su razón de ser.

Un complemento llamado a incentivar el rendimiento, la carrera profesional, se ha convertido en la práctica en un plus indiscriminado. El afán de los sucesivos ejecutivos por buscar atajos a los procedimientos y premiar la fidelidad llevó a la politización de cargos técnicos -con ristras de nombramientos a dedo que ahora tumban los tribunales- cuando no a la creación de chiringuitos paralelos.

Eliminar trámites, descentralizar la atención, garantizar la permeabilidad entre departamentos para adaptarse a demandas cambiantes constituyen los fundamentos de una clase funcionarial ágil y operativa del siglo XXI. La piedra angular que la mantenga en pie y le dé sentido no puede ser otra que el mérito. La inercia de la politización lo arrinconó escandalosamente en favor de la sumisión y el servilismo durante décadas. Expedientes anclados, licencias perezosas, plazos inexplicables, requisitos demenciales? Para acabar con cientos de historias atípicas e insólitas de papeleo, para servir a todos en plenitud, la Administración también necesita contar con los mejores. Cualquier propósito regenerador que lo obvie está llamado de antemano a terminar en un fiasco.