La Provincia - Diario de Las Palmas

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Javier Durán

Reseteando

Javier Durán

Los intocables no existen

Al mismo tiempo que en la piel de toro crecen como setas los contagios del coronavirus proliferan, con periodicidad alarmante, fiestas, asaderos, reuniones, botellones y festines de todo tipo que retan a la intratable Covid-19. Hay pueblos donde se suceden besos, abrazos, bailes y borracheras comunales para exhibir una imaginaria victoria contra el coronavirus, ilusión grandilocuente que al momento queda destruida con los datos objetivos de una nueva toma de posición de la enfermedad: enviada a la retaguardia, se remueve ahora con rabia para retomar el territorio perdido. El virus es maquiavélico y mutante, capaz de encontrar acomodo entre los adolescentes y jóvenes que, envueltos en el aura de la eternidad de la vida temprana, creen que son intocables, que la energía que asoma por cada uno de sus poros tiene la fuerza motriz suficiente para que sean héroes helénicos. La celebración provoca celebraciones al cubo, una felicidad apoteósica, inagotable, narcótica, un gran gastby infinito, una vitalidad extenuante, el deslumbramiento... Pero la pandemia no se rige por este movimiento correlativo, cíclico, euforia-depresión, sino que se arrastra morosamente con una pesadez mórbida e interminable. La fiesta está encaminada, y en eso "llegó el comandante y mandó a parar. Y se acabó la diversión", parafraseando a Carlos Puebla en su homenaje a Fidel. La conflictividad está en que no somos una sociedad dispuesta a esperar, y menos los que quieren comerse el aire a dentelladas, pero también los gobiernos que dibujan los gráficos de la recuperación o de la reconstrucción como un mapa de La Isla del Tesoro, destrozado por la versión de un grumete que señala una cavidad en el lado contrario con los cofres. Aquí el croquis del éxito desaparece por la opinión del epidemiólogo o por la orden de que la mascarilla se convierta en protección obligatoria, mientras en la calle creen que el drama se va a ir en un suspiro, porque España es muy de suspiros o de cafés donde cuatro señores pontifican y hablan del nuevo obispo. Brotes o rebrotes, cualquiera sabe, pero arrejuntados ("¡qué a gustito estamos!", de Ortega Cano), con los roces, frotaciones, lengüetazos y lamidos de los que no resisten un verano pandémico, sólo alimentado por el chorizo parrillero de la separación de Paloma Cuevas y Enrique Ponce, tronco finisecular para demostrar las demoliciones en confinamiento. Resistiré, el himno del drama es ahora para lo otro: ¿Lograremos que la paciencia sea el virus boyante?

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