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Reflexión

Silvestre o la Sagrada Familia

Guarda en la cartera, lejos de la vista de los curiosos, lo más preciado. Y no es el dinero. Tampoco la documentación. Es una imagen sagrada y, cada vez que la ve, se siente transportado a otro mundo. Estando de cuarentena, siempre ha respetado lo que oye en los noticiarios de La Sexta, pues, apenas mira otra cadena que no sea la que le da confianza y seguridad. A menudo habla con los vecinos y atiende algún que otro recado de los mayores de la finca. Una sonrisa permanente, como el papel timbrado, es su particular aviso de llegada. Silvestre, afable y cariñoso, no duda en acudir en ayuda de los desfavorecidos del barrio, lanzar salvas de aplausos a la hora señalada, cantar Resistiré hasta desgañitarse, hacer repostería sin descanso y, cómo no, leer Público todas las mañanas. Es un beato, un santón de los de antes, un hombre entregado a los demás, que no sabe lo que es el egoísmo. La solidaridad, aparte de un gesto en lo personal, es un estandarte con el que se identifica. Sin embargo, no va a misa, no soporta otra imagen que la que celosamente esconde en la faltriquera. Silvestre, el santo sin religión, por las noches suele repasar los hechos del día, su vida y la de los que le rodean. Lleva un par de meses en los que el trabajo se ha convertido en un amargo recuerdo. Todavía no ha logrado cobrar la prestación correspondiente de su ERTE, pero no le importa porque la gente que nos gobierna es la misma gente que se desvive por los más pobres e infelices, aunque residan en un casoplón de Galapagar. Una de esas noches, en las que el confinamiento se le hizo insoportable, se atrevió a sacar de la cartera la estampita del Salvador. Con los dedos temblorosos, tiró de ella, y no salía, así que forzó la extracción. Casi se rompe, pero, por fin, pudo llevar la imagen cerca del corazón mientras resonaban en su cabeza las palabras del Señor. A la mañana siguiente, le sorprendió un golpeo de nudillos sobre la puerta. Sin tiempo para vestirse, abrió, y ante su mirada atónita, recibió el abrazo de un hermano, al que parecía no importarle ni la hora ni menos aún el estado del visitado. Tras entrar como un torbellino, se acomodó sobre el sofá del salón. "¿Qué hace aquí la foto de Pablo Iglesias?". Silvestre calló, arrebatándole la imagen de las manos, como si alguien hubiera profanado la Sagrada Forma. Pasaron las lunas, acabó la cuarentena y volvió la deseada normalidad, pero la estampita continúa a salvo en su íntimo refugio.

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