No han terminado los fastos por el centenario de la muerte de don Benito Pérez Galdós, pero ya se están alejando en el tiempo. Mejor. Actualmente - en esta breve y vertiginosa actualidad - todo el mundo es un galdosiano, y si no llevas cuidado cualquier pibito te cuenta que Pérez Galdós era no solo un demócrata ejemplar, sino casi un socialista, y que despreciar el compromiso político del novelista es una actitud antañona que solo pretende ridiculizarlo y etcétera. Pero el asunto principal no es ese, sino su canariedad, por supuesto, positiva y negativamente, y así la profesora Yolanda Arencibia, en su reciente y magnífica biografía, llega a asegurar que si Pérez Galdós era un hombre silencioso es porque no quería que es escuchara su acento isleño. Es una observación realmente extraña. Yo creo, modestamente, que si Pérez Galdós no hablaba mucho es porque no le gustaba mucho parlotear. Azorín, en una ocasión, se empeñó en acompañar al maestro -al que, sin embargo, no apreciaba demasiado - en uno de sus largos paseos por Madrid. Regresaron a su casa después de varias horas sin haber despegado los labios. Pérez Galdós observaba y, sobre todo, escuchaba. No le interesaba demasiado él mismo.

Pérez Galdós tuvo amores y amigos, pero fue un hombre solitario, y profundamente consciente de su soledad. Como todo solitario aprendió a ser autosuficiente, a ser su propio consuelo y su inesquivable desventura. La escritura no volvía más compresible la vida ni la Historia, pero la intensificaba. Observar, contar, suspender la vida en las palabras le producía una fascinación hipnótica. Su escepticismo esencial le evitó cualquier fanatismo ideológico, cualquier majadería fideísta, y se burló suavemente del hediondo liberalismo canovista -aunque le caía bien Cánovas del Castillo - las promesas revolucionarias o el ridículo carnaval de la masonería. Pienso que no sentía ninguna solidaridad doctrinal hacia el pueblo, sino una autentica compasión por sus sufrimientos. Pérez Galdós jamás supo cómo administrar sus ingresos, pero eso no significaba que quisiera ser pobre como Nazarín, un libro más estremecedor de lo que parece, porque lleva codificada la amarga derrota de cualquier evangelio, religioso o laico. Por supuesto que se tomó en serio el desempeño de su cargo como diputado las veces en las que resultó electo, pero entre otras razones también se presentó para experimentar el increíble placer de tener un sueldo.

Siempre me ha sorprendido esa terca pregunta sobre su marcha a Madrid para regresar muy pocas veces, por más que se mantuviera siempre interesado por las noticias y chismes de las islas y. sobre todo, de Gran Canaria. Si quieren saber por qué se marchó Galdós asómense a la Rambla de Santa Cruz de Tenerife a las diez de la noche de un sábado: la respuesta sigue ahí. Y por supuesto que se olvidó de esto. Porque es puñeteramente lícito olvidarse de este camposanto donde todos los muertos se conocen y buscan rematarse (de nuevo) por las esquinas. No, no se sacudió el polvo de los zapatos al llegar a la capital del Reino pero, ¿y qué si lo hubiera hecho? Como lector y como canario eso me importa un bledo y lo entendería incluso como un acto de legítima defensa. La obra que nos dejó - incluyendo media docena de novelas prodigiosas - nunca la hubiera escrito aquí. Al final se quedó ciego, pero ya ciego se sentaba en un banco, o en un café, y seguía escuchando a la gente: sus relatos, sus obsesiones, sus énfasis, sus silencios. Es quien más y mejor nos ha escuchado y por eso no podía dejar de sentir desconfianza y fascinación, una incredulidad fatal, una sincera y emocionada compasión.