Tengo tres amigas que vivieron la pandemia junto a sus maridos, sus compañeros, cuidándose uno al otro, mimos, precaución. Desde hace unas semanas dos son viudas. Las tres tenían proyectos de futuro y ganas de disfrutar de la vida sin prisas pero el coronavirus ya vivía entre nosotros y pudo con ellos. Uno tenía un poderío físico imponente. Alto, fuerte, gran conversador. La pareja estaba ilusionada con un piso pequeño que compraron hace unos años esperando la jubilación para disfrutar del merecido descanso y de sus hijos y nietos. Ese piso lo mimaron como un preciado tesoro. Nada compraban sin pensarlo bien, disfrutando cada detalle, cortinas, cuadros o un precioso comedor de cristal. Un fin de semana compartido con ellos en Camaretas fue determinante para conocer su calidad humana. Gente maravillosa. La casa nueva pensaban estrenarla en la Navidad pero un día él amaneció con malestar; no se encontraba bien. Lo vio un médico y no le dio importancia. Seis días después ya estaba ingresado con la sospecha del coronavirus y aislado. Sólo comunicaba con los suyos por teléfono. Largas charlas y deseando que le dieran el alta hospitalaria para terminar los últimos detalles de la casa nueva y pasar página. Y efectivamente, le dieron el alta pero las molestias no remitían y volvió al hospital. Ese trayecto lo repitió tres veces hasta que unas pruebas determinaron que el coronavirus lo había atrapado. La familia estaba convencida de que vencería la enfermedad. De hecho, no había perdido mucho peso y su estado físico era relativamente bueno. Todo iba bien y de hecho los médicos le permitieron pasar un día en su casa. Vivían en un segundo piso sin ascensor pero las escaleras que meses antes subía a zancadas dieron la voz de alarma. No tenía fuerzas. Una ambulancia lo llevó al hospital y de allí no salió.

No estrenó la nueva casa.