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OBSERVATORIO

Injerencia política y arte

Injerencia política y arte. Un tema clásico en la historia del siglo XX. El primer episodio que me viene a la cabeza es el de Shostakóvich y Stalin. Lo recuerdo tal como lo describe Julian Barnes en su vívida biografía novelada del músico. Corre el año 1936. Desde su estreno en Leningrado dos años antes, la ópera de Shostakóvich Lady Macbeth de Mstensk está obteniendo un éxito llamativo de público y de crítica. Ahora, el 26 de enero, va a representarse en el Bolshói de Moscú. El director del teatro ha recibido una nota advirtiéndole de que Stalin piensa asistir y puede querer hablar con el compositor. En la fecha y a la hora programadas Stalin entra en el palco reservado para el gobierno. Viene acompañado por el poderoso ministro de asuntos exteriores, Vyacheslaw Mólotov, por el eterno aparatchik (ahora ministro de comercio exterior) Anastás Mikoyán y por el temible ideólogo Andréi Zhdánov, inspirador y ejecutor principal de la reciente política de purgas del régimen. Stalin se sienta en la sombra. Comienza la representación y Shostakóvich, que no cesa de mirar el palco gubernamental, advierte, cada vez más nervioso, los gestos de desagrado, dirigidos indudablemente al invisible Stalin, con los que Mikoyán y Zhdánov van siguiendo la música. Al final del tercer acto los aplausos del público exigen la presencia del compositor, que acaba subiendo al escenario. Tiene el gesto desencajado y la cara blanca como el papel. Cuando vuelve a su sitio y comienza el cuarto y último acto, ve que el palco del gobierno está vacío. Stalin y sus acompañantes se han ido. Los días, semanas y meses que siguen son de pánico. El primer golpe llega bajo la forma de un editorial de Pravda. Se rumorea que su autor es el propio Stalin. Lady Macbeth de Mstensk, afirma el diario, es un ejemplo escandaloso de un camino que las artes y la música soviéticas deben evitar radicalmente. Dejándose llevar por su vanidad personal, Shostakóvich imita las modas extranjeras más decadentes y crea una música embrollada y confusa que constituye un verdadero insulto al pueblo ruso, etc. etc.

Doce años más tarde, en los inicios de la guerra fría, el episodio se solía contar en los países occidentales como paradigma de injerencia política en el mundo de la música. Como tal, se asociaba con otros episodios contemporáneos protagonizados por Hitler, como por ejemplo la célebre exposición titulada Arte Degenerado, inaugurada en Munich en 1937. Obviamente se trataba de demostrar que el comunismo (el nuevo enemigo amenazador) y el nacionalsocialismo (el viejo enemigo vencido en la guerra) eran iguales: ambos llevaban a la instauración de dictaduras en las que el arte y la cultura perdían su libertad bajo la férula de una injerencia política sistemática. Y así pasaron los años y las décadas hasta que, muerto el perro, murió la rabia. Desaparecida la Unión Soviética, la guerra fría comenzó a hundirse en el olvido, y con ella sus argumentarios.

Sin embargo, el hecho de que, tanto el nacionalsocialismo como el comunismo estalinista, se injirieron sistemáticamente en la vida cultural de las sociedades en las que mandaban es incontrovertible. Como historiador del arte del siglo XX me he preguntado muchas veces qué podían tener en común esos dos regímenes, ideológicamente tan diferentes, para practicar políticas culturales tan parecidas. Y he llegado a la conclusión de que el único rasgo ideológico común relevante era el nacionalismo. Que el nacionalsocialismo fue nacionalista no hace falta demostrarlo. Que lo fuera el comunismo estalinista parece menos obvio, porque el nacionalismo se presenta en este caso asociado con otros conceptos y valores, especialmente el de revolución. Pero estoy convencido de que la clave principal de la política cultural estalinista fue el nacionalismo. En la segunda mitad de los años 1930 el dictador creía firmemente que sólo el sentimiento de fidelidad a la patria rusa podía proporcionar, en una sociedad triturada y machacada por más de veinte años seguidos de violencia bélica y revolucionaria, la cohesión necesaria para defenderse en la guerra que asomaba por el horizonte. La política cultural del binomio Stalin-Zhdánov durante los años 30 fue fundamentalmente una política de rusificación (el término lo he encontrado en Barnes). El caso mismo de Shostakóvich lo indica claramente. Tras el ostracismo impuesto por Lady Macbeth del distrito de Mstensk, la rehabilitación le llegó, cinco años más tarde, de la mano de la Sinfonía Leningrado, una grandilocuente composición sinfónica, supuestamente inspirada por la gesta heroica de los habitantes de San Petersburgo que resistieron, con mil sacrificios e innumerables muertos, el ataque de los enemigos (germánicos, por supuesto) de la Santa Madre Rusia etc. etc.

También en el otro lado de la guerra fría, en los Estados Unidos, es fácil ver que la sustancia ideológica de las injerencias que McCarthy y sus seguidores practicaron en el campo del arte y la cultura no fue otra que el patriotismo. Como afirmaba Zhdánov en un célebre discurso dirigido a los escritores soviéticos, "la producción de almas es más importante para la patria que la producción de tanques". El principio es válido para todos los nacionalismos. En general, la historia demuestra que, de todas las ideologías políticas de la modernidad, el nacionalismo es, con diferencia, la más propensa a injerirse en la "producción de almas". Los ejemplos llenan la historia del siglo XX.

Lo hacen también en el campo de los nacionalismos hispánicos. En primer lugar el más antiguo, el español, que es también el más brutal. Desencadenó, combatió y ganó una guerra civil que causó directamente centenares de miles de muertos. Aunque es verdad que, criado entre cuarteles, la mera densidad de sus cachiporras parece haberlo eximido de la necesidad de elaborar políticas culturales, fueran las que fueran. (Y así sigue). La historia de los otros nacionalismos hispánicos es más reciente y menos tosca. El catalán, particularmente, ha conocido épocas interesantes. Entre mediados de la década de 1890 y finales de la de 1910 polarizó una actividad cultural destacada. Los inicios de ese período se caracterizaron por una apertura internacional llena de promesas. Desgraciadamente las promesas se fueron frustrando al tiempo que el nacionalismo (encarnado entonces por la Lliga de Enric Prat de la Riba) iba ganando cuotas de poder político efectivo. Y fue el propio Prat de la Riba quien puso en marcha una forma especialmente mezquina de injerencia, que por cierto sigue practicándose hoy, consistente en controlar las instituciones culturales asegurándose de que sus dirigentes sean "de los nuestros".

En las décadas centrales del siglo XX la derrota militar impuesta por el franquismo y la pérdida de las instituciones condujeron paradójicamente al nacionalismo catalán al período culturalmente más brillante (o en todo caso el más atractivo) de su historia. La recuperación del poder político e institucional con la democracia ha desembocado en la situación actual: una miseria ideológica abismal (el lector que lo dude sólo tiene que teclear la página web del Institut Nova Història) y una anemia creativa, un populismo, una burocratización, un oportunismo generalizado, un odio sistemático de la calidad, una desmoralización generalizada, que pesan como una campana de plomo sobre la vida artística y cultural catalana.

¿Es éste el modelo que queremos para la cultura y el arte?

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