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Javier Durán

Reseteando

Javier Durán

Naturalezas muertas

Hay un recodo literario en el apagón que se ha producido en la macrociudad turística, a la que la pandemia ha convertido de la noche a la mañana en un Detroit lleno

de naturalezas muertas, aún sin el polvo de la ruina definitiva, pero custodiadas por guardias de seguridad para un mañana mejor. Hoteles, recepciones, casinos, salas de masajes, talasoterapias, motos acuáticas, estrambóticos artefactos deportivos, hamacas, sombrillas, cócteles con paraguas y bengalas, vehículos con tracciones de todo tipo ... Toda la epidermis que cubre el capitalismo turístico ha devenido velozmente en un museo de una modalidad inclasificable: objetos e infraestructruras desvalorizadas dispuestas todavía a recuperar su esplendor pasado, a una segunda oportunidad. Un espacio de transición que huye despavorido de la chatarrización, término horrible que nos lleva a imaginar una era completa introducida por un canal lleno de dientes mecánicos que mastican como un maxilar del pleistoceno. En el terrible impasse, lo que hasta hace unos meses era una masa deforme, de complejo control, disparada desde los aeropuertos de origen para ser ordenada como gallinas ponedoras, por miles, en sus cubículos, es ahora la debilidad numérica, una estadística frágil, administrable, casi una vuelta enigmática a la playa de los principios, donde unos pioneros se tostaban al sol bajo una soledad infinita, desértica, solo interrumpida por unos pájaros que buscaban comestible. Este terremoto, una moviola histórica repentina, va más allá de un Detroit consumido por la fulminación lacerante de sus fábricas de vehículos insostenibles. Aquí palpita un filme de colonos, la reinvención de una sociedad que cambió la zafra del tomate por el amparo de la explotación turística, con una clase media, profesional, que invirtió sus ahorros en la adquisición de apartamentos para obtener unas rentas anuales. Una movilización de capital doméstico que, con la hipermasificación turística, mudó a inversiones multimillonarias controladas por grupos foráneos, sin menoscabo de la aparición de individualidades locales que han logrado levantar sus propias marcas. Una evolución económica que, a fecha de hoy, tiene el reloj parado, contenido, con su personal congelado, igual que si se hubiese agotado la veta de la mina. Un desmoronamiento habitado por familias de trabajadores que viven un fenómeno que nunca les había pasado por la cabeza: que este circuito permanente de vidas a la búsqueda del bienestar y del ocio más chirriante parase en seco por culpa de una enfermedad. Una razón tan apocalíptica que nos lleva a creer en una Pompeya ultramoderna, sin aliento, bajo la erupción de un fenómeno que no entraba en ningún plan a concebir. En los grandes centros comerciales y en los hoteles más lujosos reina un silencio estremecedor, mientras el aire seco hace una montaña de arena en la entrada acristalada.

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