La Provincia - Diario de Las Palmas

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OBSERVATORIO

En favor de la enseñanza presencial

Una de las consecuencias de la situación pandémica que hemos vivido ha sido la de poner a prueba las posibilidades que nos podían ofrecer la informática y la telemática para contrarrestar los muchos efectos negativos a que dio lugar el aislamiento que sufrimos a causa de la cuarentena. Gracias a ellas, ciertamente, se pudieron mantener determinadas actividades y evitar, así, la parálisis total de la economía y, en buena medida, de la educación en todos los niveles: el teletrabajo y la educación a distancia fueron posibles gracias al tratamiento informático de la información y a sus posibilidades de transmisión por medio de las modernas técnicas de la telecomunicación.

Los posibles resultados positivos de estas tareas a distancia han sido la razón fundamental para que muchos se hayan apresurado a vaticinar que el teletrabajo y la enseñanza digital (esta es otra de las denominaciones de la educación a distancia) hayan venido para quedarse (Vid. mi artículo "¿Hacia una nueva normalidad en la lengua?", El Día, 9-6-2020), reiterada afirmación que a mí me suena a provocadora advertencia de parte de quienes considerándose en la cima del desarrollo y la modernidad infravaloran -y casi desprecian- a quienes mantenemos posturas menos dogmáticas, y a veces críticas, por los peligros que detectamos ante la imposición de un incontrolado desarrollo tecnológico. Y no es que quiera defender actitudes retrógradas y antediluvianas, pero exagerado me parece la sobrevaloración de esta nueva forma de relación virtual que se nos impone, más por sus efectos utilitarios -mercantilistas, sobre todo- que por razones de índole sanitaria o académica, ya que se da por hecho que aun superada la crisis del coronavirus el establecimiento de estos nuevos procedimientos de actuación a distancia ya no tienen retorno.

Está claro que desde el punto de vista empresarial el teletrabajo tiene sus grandes ventajas, pues, según algunas estimaciones, supondrá un ahorro de unos 10.000 euros al año por empleado, en espacio, limpieza, electricidad, y la productividad aumentará entre un 10% y un 25%: se gana mucho tiempo y se ahorra mucho dinero en viajes (El País, 28-6-2020). Y supongo que estos cálculos están muy bien realizados, solo que no se valoran a la larga las pérdidas en empleos reales y se nos engaña con el pretexto de que ganamos en libertad laboral, cuando, en realidad, los mecanismos de control son muy estrictos, por más que trabajemos desde nuestros propios domicilios, convertidos ahora en prolongaciones de la empresa, que acaba invadiendo subrepticiamente nuestra más preciada intimidad.

No por prestar nuestros servicios de manera virtual estaremos ganando en calidad de vida -?si es que puede cuantificarse este concepto? cuando se nos está hurtando la posibilidades de mantener relaciones sociales y conseguir que nuestro trabajo se convierta en una actividad productiva a la vez que gratificante, más rentable, en definitiva, si la valoramos con criterios mucho más elevados, menos utilitarios pero más humanos.

En mi caso, sin ir más lejos, ya no tengo trato con los empleados de la sucursal bancaria de mi barrio, pues, aunque no me han convencido, sí me han impelido a que utilice la aplicación informática que es capaz de gestionarme ?insatisfactoriamente? las operaciones que antes resolvía cómoda y cordialmente en la oficina. Algo parecido me ocurre con el personal de administración y servicios de la Facultad: su sinérgica colaboración, que antes era imprescindible para que mis tareas docentes e investigadoras fueran más productivas, han sido, en gran medida, suplantadas por la tecnología; me pregunto si ahora puedo hablar de sinergias tratándose de mis solitarias relaciones con el ordenador o con la moderna fotocopiadora, pues no han conseguido compensar la utilísima ayuda de aquellos magníficos colaboradores de carne y hueso.

Y si los argumentos de los empresarios para defender el teletrabajo pueden apoyarse en las frías cifras de la rentabilidad, los que pudieran utilizarse para reforzar la propuesta de una enseñanza a distancia, no presencial, digital, virtual, telemática u on-line, que con todos estos nombres se designa, son más discutibles. Si bien, el tan valorado ahora modelo de la teleeducación no es nuevo ni exclusivo sincrónicamente con el desarrollo de las tecnologías digitales: ECCA es un buen ejemplo de educación a distancia a través de la radio que nació allá por los años sesenta (más de medio siglo ya); o la propia Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), creada en 1972, o, más tarde, en 1994, la Universitat Oberta de Catalunya (UOC); instituciones surgidas en todos los casos como alternativas a la enseñanza presencial en las situaciones en que, por alguna razón, esta no era posible.

Creo que sería ocioso recordar las ventajas de la enseñanza presencial frente a la no presencial, en cualquiera de los niveles educativos, no solo porque es la presencial (se diga lo que se diga) la que en mayor medida garantiza la igualdad de oportunidades, sino porque ?creo? está de sobra demostrado que cuanto mayor es la socialización mayor es el aprendizaje, por citar solo algunas ventajas de la presencialidad. Por eso no he podido ocultar mi sorpresa cuando he leído en una entrevista (¡scripta manent!) a un profesional del mundo académico que afirma que la enseñanza digital supone una mayor personalización del proceso educativo y que, por tanto, exige una atención más directa al alumno (entrevista a Francesc Solé Parellada en El Día, 19-6-2020); aunque lo peor de las muchas afirmaciones vertidas fue la frase, extraída del texto, con la que se titulaba la entrevista: "Con la enseñanza digital que el profesor se olvide de dar la clase y largarse". No sé, ni voy a indagar, el origen de la experiencia del citado profesor, que considera al colectivo docente como una banda de pícaros y vagos que han de ser vigilados, y controlados informáticamente, porque, a la primera de cambio, abandonan sus restantes obligaciones académicas y se van de rositas después de impartir sus lecciones magistrales. Aunque más me preocupó que alguien más próximo, de mi propio departamento universitario, tachara de inmovilista ?alucinando, incluso? a un compañero que, ante la "amenaza digital sin retorno", se había declarado partidario de la enseñanza presencial.

Me tranquilizó, sin embargo, la convicción sin fisuras de nuestra rectora al manifestar, ante la crisis de la pandemia, que el objetivo de la universidad era que fuesen presenciales todas las actividades académicas que pudieran impartirse así: "cuanto más presencial sea la docencia, mejor", afirmaba (La Opinión de Tenerife, 27-6-2020). Pero más ilustrativas fueron, sin duda, las espontáneas declaraciones de los jóvenes estudiantes de primaria y secundaria, que en un extenso reportaje ("El regreso a las aulas", El País, 14-6-2020) confesaran, tras la experiencia del periodo de cuarentena, que en casa se aburrían mucho y que les hacía mucha ilusión volver a la escuela, que en clase estaban más centrados y podían resolver mejor las dudas, o que "hacer preguntas por ordenador es un rollo".

Sobran, después de las sinceras manifestaciones de los estudiantes, mayores razones para justificar las ventajas de la enseñanza presencial, aunque podría resumir que, por lo menos en las áreas que mejor conozco, la presencialidad contribuye a compensar la ruptura que la revolución digital ha introducido en el ámbito de la lectura, pues recientes estudios revelan no solo que los alumnos entienden mejor la lectura en un libro impreso que en una pantalla (la tecnología digital está llevando a los estudiantes a hacer lecturas más superficiales). Por otra parte, si ya, como se ha criticado reiteradamente, el fomento de la oralidad casi ha desaparecido de nuestro sistema educativo, en situaciones comunicativas no presenciales las prácticas para el desarrollo de estas competencias serán casi inexistentes.

En relación con la expresión escrita, es bien conocido el debate que ha suscitado el abandono de la escritura manual (su utilidad para el desarrollo cerebral), frente al predominio de la escritura en los teclados de los dispositivos tecnológicos. Además, es impresión generalizada que los nativos digitales están descuidando mucho la ortografía, además de otros aspectos: "Nuestros útiles de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos", algo de verdad habrá en esta afirmación de Nietzsche.

No se trata de mantener enfrentamientos entre las dos posibilidades de que disponemos para conseguir el éxito deseado en la educación: "no cabe concebir ya el desarrollo de las enseñanzas sin la utilización de las nuevas tecnologías, pero la presencialidad es insustituible en el proceso educativo", afirma Juan A. Vázquez ("Educación, ¿no presencial?", El Día, 24-6-2020). Eso sí, hemos de ser conscientes de los aspectos positivos que puede aportar el modelo digital, y evitar caer en la tentación de sucumbir a las ventajas pecuniarias derivadas del ahorro en recursos personales y materiales. Cabría plantearse, por ejemplo, si la enorme variedad de grados y másteres a distancia que ofrecen muchas instituciones privadas obedece a una desinteresada voluntad de cubrir deficiencias detectadas en la oferta presencial de la universidad pública o a otras consideraciones que las autoridades educativas deberían estudiar.

La educación precisa de los mejores profesionales y de los mayores esfuerzos, y para ello habrá de liberarse de cualquier tipo de manipulación ideológica y explotación mercantilista. Y yo me pregunto por qué los defensores de la educación a distancia no la llaman por su nombre, como así fue en un principio, sino que tratan de ocultarla en opacas denominaciones que no reflejan su verdadera naturaleza: enseñanza no presencial ? enseñanza telemática ? enseñanza virtual ? enseñanza digital ? enseñanza electrónica ? e-learning ? enseñanza on-line (on line / online).

¿Proceso de renovación léxica o deliberados eufemismos encubridores?.

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