Juan Carlos de Borbón y Borbón, que reinó con el título de Juan Carlos I, es, sin ninguna duda, una de las grandes figuras de la historia de España del siglo XX. La transición a la democracia tras la muerte del dictador Francisco Franco no se entiende sin él, la historia hubiera sido otra y no necesariamente mejor. Supo mantener la paz como requisito imprescindible para del advenimiento de la democracia y, con ella, del más largo período de prosperidad económica registrado en España en los últimos siglos. Negar esa aportación es, simplemente, una necedad. Su trascendental papel histórico envolvió igualmente al rey emérito de un aura que le dejó al margen de cualquier mínima crítica, no solo de la que le protegía la Constitución, sino del más mínimo control de la sociedad a la que servía.

El rey emérito comunicó ayer a su hijo, el rey Felipe VI, su intención de abandonar España "ante la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada". Lo hace para preservar el prestigio de la monarquía, pero el hecho de tomar el camino de esta especie de exilio no ayuda precisamente a ese fin ni a la gestión de esta crisis por parte del actual monarca. Lo suyo sería que se hubiese ausentado del complejo del Palacio de la Zarzuela pero que se hubiera puesto al mismo tiempo a disposición de la justicia. Es lo que corresponde a un dignatario en estos casos. ¿Qué hubiera ocurrido, por ejemplo, si en su momento la infanta Cristina hubiera acudido voluntariamente a declarar en el caso Noos en el que estaba envuelto su marido Iñaki Urdangarin? Muchas voces contra la monarquía se habrían acallado. La marcha de España permite a Felipe VI tomar la necesaria distancia con los hechos que pudiera haber protagonizado su padre, pero alienta también el surgimiento de una corte paralela a la que pudieran acudir aquellos que pretendan ampararse en el rey emérito para desestabilizar a las instituciones en un tiempo de crisis social y económica como el que se avecina tras el covid. Abandonar la Zarzuela es un último servicio a la monarquía y a la democracia, pero hacerlo camino del exilio es un mal servicio.

Como ha ocurrido a la largo de la historia con otros grandes estadistas, la línea que separa el reconocimiento de la adulación es muy fina, de manera que el respeto puede llegar a entenderse como impunidad. Esto es lo que puede haber pasado en la última década con la figura del rey emérito. Desde que fue sorprendido en una cacería en Botswana hasta las investigaciones de la justicia suiza por un presunto cobro de comisiones en la construcción del AVE a La Meca, todo indica que Juan Carlos en su última etapa como jefe del Estado y en sus primeros meses de emérito pudo llegar a pensar que estaba revestido de una impunidad absoluta. No se trata pues de prescindir de la presunción de inocencia, pero si de aumentar el nivel de exigencia en el control de la jefatura del Estado, independientemente de si se ocupa por herencia o por elección. El nivel de transparencia debe ser el mismo y en esa línea apuntan tanto la actitud de Felipe VI ante los hechos por los que fue juzgado su cuñado como la propuesta del presidente del Gobierno de acotar la inviolabilidad del jefe del Estado. No es momento, pues, de desprestigiar a las instituciones sino de generar confianza en los ciudadanos y eso incluye la autocrítica ante el exceso de tolerancia, también desde los medios de comunicación.