Por supuesto que desde las administraciones públicas se podría hacer más de lo que se hace para impedir o aminorar la extensión de la pandemia y el surgimiento de brotes cada vez más abundantes en las últimas semanas. Pero no se va a hacer nada. Primero porque las autoridades policiales insisten en que serían imprescindibles instrumentos normativos y reglamentarios renovados para aumentar la eficiencia y eficacia de la acción de los cuerpos de Seguridad del Estado. Por ejemplo, que por hacer una acampada, botarate, te pasaras un mes en la cárcel. Ahora mismo pagas una multa (recurrible) y puedes seguir tu estúpida vida de mamonazo irresponsable. Y segundo, porque no hay Gobierno, ni este ni ningún otro, que cuente con los redaños para desarrollar una política agresiva que moleste a la gente, y sobre todo, a los que quieren vivir la borrachera del fin de semana y/o las vacaciones, porque el coste electoral pudiera ser prohibitivo.

El caso de Tenerife. Más de 80 casos de contagios ayer. Y suma y sigue: en los últimos quince días acumulamos más infectados que en abril, mayo, junio y primera quincena de julio. En Gran Canaria la evolución es aún peor. En los hoteles que han abierto en las islas, como burbujas en medio del desierto, se cumplen las reglas porque existe todo un personal y un equipo que regula la circulación de personas y ayuda a cumplir las reglas. Pero en el mundo exterior sucede algo muy distinto. El curioso podría comprobar como el pasado fin de semana en El Médano no cabía una aguja: las playitas con una media de tres personas por metro cuadrado, las terrazas y restaurantes a reventar, los grupos familiares y amistosos entrecruzándose durante horas. Y ocurrirá así hasta finales de octubre: será un verdadero milagro si El Médano no se transforma en un foco infeccioso, como ocurre en Las Verónicas, la zona más cutre por excelencia del turismo de cerveza, bronca y alpargata característicamente británico. Probablemente el único viajero inglés que no ha pasado por Las Verónicas ha sido probablemente Phileas Fogg.

Nuestras sherezades hoteleras nos contaron el cuento de que es posible conciliar el turismo y una pandemia vírica. No es cierto. Por insistir: existen formas y estilos de ocio turístico que pueden practicarse sin demasiado riesgo. La de gentes con posibles. Si usted se mete en un hotel de cinco o cuatro estrellas -abiertos porque pierden algo de menos dinero que cerrados a cal y canto - en la pasta que pagará estarán incluidas medidas de seguridad en las piscinas, las duchas, los restaurantes, las salas de masaje, las instalaciones deportivos, las saunas y los jacuzzis. Fuera de estos edenes artificiales pasas a la jungla: camareros y parroquianos sin mascarillas, colas pegajosas en las panaderías y supermercados, pibes cargados como erizos en las plazas donde los viejos del lugar han salido para tomar un fisco el aire, amigos compartiendo una sangría, un helado o una mariscada, la toalla del vecino dándote un soplamocos por culpa de una ráfaga de viento. Simplemente es imposible hacerlo de otra manera. Y obviamente no solo para los turistas extranjeros -ahora mismo una ínfima minoría - sino obviamente para los turistas locales. El turismo - como el fútbol, el amor y en general todos los deportes de riesgo -exige contacto físicos. Es una experiencia física y aun fisiológica, no mística ni filosófica.

Esas películas de fin del mundo, tan hiperbólicas, en las que todo ocurre en un chascar los dedos. A estas alturas deberíamos saber ya que el fin del mundo incluirá veranos multitudinarios, escuelas abiertas antes de cerrar hasta nueva orden, libros que profetizan el fin en el mismo momento en el que el fin está ocurriendo. El fin de este mundo será tan interminable que no lograremos echarlo de menos.