La Provincia - Diario de Las Palmas

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OBSERVATORIO

Polvorín

Líbano es lo más parecido a lo que fue nuestro Al-Ándalus y, como ella, llegó a ser un emporio económico y una sociedad floreciente sobre la que se levantaba un Estado débil, sometido a presiones insoportables de vecinos poderosos como Siria, Turquía y ahora Irán e Israel. En su franja costera han logrado sobrevivir desde cristianos nestorianos, drusos, católicos maronitas, ortodoxos, judíos, chiitas, confesiones milenarias que se han influido entre sí desde siempre, o al menos desde que cristalizó el islam por aquel tiempo en el que Constantinopla y Roma no habían separado sus destinos religiosos, tiempo en el que Bizancio luchaba en la frontera con los poderes iraníes utilizando a todos esos pueblos monoteístas del próximo oriente como mercenarios. Sociedad mediterránea típica, sus gentes no han conocido fronteras. Nosotros lo sabemos bien desde que, hace ahora casi tres milenios, fundaron Gadir.

Desde hace décadas, esa sociedad viene sufriendo la continua presión reordenadora de la zona que siguió a la Guerra de los Seis Días de 1967. Todavía recuerdo la mañana en que, de camino a la escuela, los chiquillos narrábamos admirados las imágenes de los carros de combate árabes calcinados en el Sinaí. Para nosotros Moshé Dayan era como David encima de la cabeza de Goliath. Ningún país escapó a las consecuencias de aquella guerra y tuvieron que recomponerse en un sálvase quien pueda. Allí se mostró la debilidad del mundo islámico para construirse en un gran espacio. Siria, ya sin los Altos del Golán, e Irak se entregaron de pies y manos a Rusia; Jordania se reorientó hacia Estados Unidos; y Egipto perdió su capacidad de liderazgo sobre los países no alineados.

Líbano, que no había participado en la guerra, decidió asociarse a la Organización Internacional de la Francofonía. Fue inútil. También entonces se demostraron los límites de la capacidad protectora de Francia. En 1975 se vio sometido a una guerra civil en la que perdió su rutilante riqueza y estuvo a punto de desaparecer como Estado. La parte sur de su territorio se vio sometida a intentos de secesión y al final fue controlada por Israel hasta el año 2000. En una contraofensiva, en medio de esa guerra, la comunidad chiita, milenaria en oriente próximo, se vinculó al nuevo Irán, que así desplegó su influencia hasta el Mediterráneo y tomó el relevo de Egipto en la lucha contra Israel. La fundación de Hezbolá en 1982 lo desestabilizó todo, y desde entonces el país no ha conocido la paz. Solo contenida por Israel, las milicias chiitas son ya un Estado dentro del Estado.

Ahora, en una fatídica coincidencia con los días que asolaron las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki hace setenta y cinco años, la capital del Líbano, Beirut, ha estallado. Un cargamento de nitrato de amonio de cerca de tres mil toneladas, que estaba almacenado en el puerto desde 2014, ha explosionado, llevando a la ciudad a la ruina. La explosión es la tercera más grave que ha conocido el mundo. Ese cargamento, requisado por la autoridad portuaria por su peligrosidad para fabricar explosivos, al final ha estallado, pero en lugar de hacerlo en posibles usos terroristas, ha sumido en una sola explosión a toda la ciudad en la ruina.

En realidad, difícilmente Líbano podrá superar solo esta situación. Pero si es abandonado, el mundo se encontrará ante una segunda Siria tarde o temprano, con lo que ello podría significar. En estas condiciones, es fácil darse cuenta de que lo que ha ocurrido en Beirut alcanza la dimensión de expresión simbólica de nuestro presente. Vivimos sobre un polvorín. Esa es la verdad. No queremos darnos cuenta, pero es así. Estamos ante una explosión que muestra de forma acelerada, rompedora, los procesos que se van acumulando de manera sorda, pero que nos amenazan con una persistencia que es independiente de nuestra atención.

En efecto, ya no es la decisión del soberano en una guerra convencional. Si alguien hubiera dado esa orden, el mundo se alzaría escandalizado. Nadie la ha dado esta vez, pero no debemos llevarnos a engaño. El mismo efecto destructor puede seguirse de la incuria, la dejadez, el abandono, la falta de rigor, la incompetencia, la corrupción, la irresponsabilidad. Son miles de actos mínimos, discretos, que se van depositando allá en el almacén de la historia, hasta que un buen día una tremenda explosión nos recuerda que el polvorín estaba allí. Nuestra realidad es demasiado compleja como para que aquellas instancias reguladoras de la misma pierdan su función. Entonces nos convertimos en un tren desbocado dirigido por alguien que olvidó el cambio de agujas. Y en la cima de esas instancias reguladoras está el Estado.

No podemos pensar que el desprestigio del Estado salga gratis. Líbano ha sido golpeado por una política internacional despiadada que siempre tiene una consecuencia, la pérdida de confianza en el Estado propio. Una vez eso sucede, nadie responde de nada, y entonces todo es posible. Puede tardar más o menos, pero siempre ocurre. La onda expansiva figurada de esa explosión es un sunami que debemos imaginarlo. Pero, si no es ayudado, la onda expansiva de una desestabilización completa del Líbano será una explosión que llegará hasta nosotros, ya no de forma figurada, sino bien real. Por eso me he sentido representado por Macron, como si él fuera quien entiende mis intereses y mi sensibilidad hacia ese pueblo. Cuando mi rey emérito huye en secreto de España, a escondidas y con nocturnidad, no está mal del todo sentir que Macron hace lo debido.

José Luis Villacañas. director de departamento de filosofía y sociedad

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