La Provincia - Diario de Las Palmas

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REFLEXIÓN

¿Y si fuera siempre así?

Hay pocas definiciones más exactas de la crisis que estamos viviendo, y de todas las crisis, que la enunciada por Ortega en 1934. Estamos en crisis, dijo en una de sus lecciones luego recogidas en libro, cuando "no sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa". Lo que nos pasa hoy es precisamente eso, que no sabemos lo que nos pasa y tenemos poca esperanza de saberlo en un futuro próximo. Sabemos que nos azota una pandemia, pero apenas sabemos nada sobre el mal y cómo atajarlo. Intentamos atraparla, como quien intenta retener con la mano el agua de la fuente y se le acaba escurriendo entre los dedos. El ser humano no está preparado para vivir en continua alerta por más intentos que se han hecho desde que el mundo es mundo. Ya lo advertía el evangelista Marcos con aquello de "estad alerta, velad; porque no sabéis cuándo es el tiempo señalado". Sí, estamos alerta, nos ponemos mascarilla, nos lavamos las manos, no acudimos a encuentros multitudinarios, teletrabajamos, teleestudiamos, contenemos la respiración para no estornudar o toser. Estamos alerta porque no sabemos cuándo nos alcanzará el próximo brote o cuando nos arruinará el próximo azote económico. Lo habíamos olvidado, pero el estado de alerta acaba siendo el estado natural. La historia así lo demuestra. Sólo en el pasado siglo, estuvimos alerta por si llegaba otro crack (del 29, del petróleo), por si otra plaga nos devastaba (la gripe española, el sida), por una inminente guerra (las dos mundiales, la española), por la amenaza de un desastre nuclear (la guerra fría, Chernobyl). Bajamos los brazos y nos relajamos cuando Fukuyama declaró el fin de la historia tras el desmoronamiento del comunismo. Nos relajamos. Nos retozamos en la molicie de un estado de bienestar que -ilusos- creíamos infinito. Nos olvidamos de lo que ya anticipó Nietzsche en el XIX: "El bienestar desarrolla la sensibilidad, se sufre por las cosas más pequeñas; nuestro cuerpo está mejor protegido pero nuestra alma está más enferma". Qué tentador es sentirse protegido, cuidar de las pequeñas cosas, vivir despreocupado. ¿Cómo no echarse en los brazos del bienestar? Así, entretenidos en banalidades, nos sorprendió la pandemia y todos los dramas que la acompañan. Y, en un abrir y cerrar de ojos, la incertidumbre, el no saber lo que nos pasa que decía Ortega, se apoderó de la vida. Todavía no queremos asumir que el mundo anterior a marzo no volverá. Como no volvió el mundo anterior a Roma, el mundo anterior a la Ilustración, el mundo anterior la Revolución Industrial o el mundo anterior al Holocausto. Tememos lo desconocido y no nos atrevernos a plantearnos que este estado de alarma puede ser para siempre. ¿Y si la mascarilla fuera para siempre? ¿Y si no volvieran los turistas de forma masiva? ¿Y si dejáramos de darnos la mano y nos matáramos a codazos? ¿Y si el aumento de mortalidad fuera para siempre? ¿Y si viviéramos más para adentro y menos para afuera? ¿Y si hubiera un rebrote cada dos por tres, ya sea del Covid 19 o de lo que toque? De momento, es lo que ahí, a la espera ilusa de una vacuna que no sabemos cuándo llegará y mucho menos a quién beneficiará. Puede llegar un día lejano en que se superen las incomodidades de esta crisis, pero en ningún caso volverá la vida de antes. Más vale que nos acostumbremos. Esos obscenos bailes abigarrados, esos botellones, esas concentraciones insalubres, son los últimos coletazos de una civilización que se resiste a morir, al menos en la forma en la que la hemos conocido hasta ahora. Arnold Toynbee, que no creía en el determinismo ni en las plagas bíblicas, vaticinaba en su "Estudio de la Historia" que "la civilización caerá, no porque sea inevitable, sino porque las élites gobernantes no responden adecuadamente a las circunstancias cambiantes o solo atienden a sus propios intereses". Yo no sería tan implacable como Toynbee con las élites gobernantes. Alguna responsabilidad debemos tener también quienes los elegimos.

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