Cada día que pasa sin conocerse el paradero de Juan Carlos I tal vez no aumente el número de republicanos, pero sí se multiplican las bajas de monárquicos. Sobre todo de los que se podría denominar monárquicos de conveniencia o monárquicos oportunistas, que son, paradójicamente, el principal sostén de un régimen de monarquía parlamentaria; aquellos que no se estremecen con el perfil borbónico de Su Majestad, su lista de títulos y sus lazos de sangre, sino que valoran las ventajas institucionales de una jefatura de Estado simbólica, arbitral y hereditaria que no sea objeto de conflicto político ni partidista.

Acabo de escuchar al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, afirmar desde Mallorca que el Gobierno ignora el paradero del emérito, es más, que el paradero del emérito es cosa de su familia. Ha mentido, por supuesto. A principios de la semana el ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska, admitió que Juan Carlos I estaba protegido por un equipo de seguridad del Estado. Un equipo que remite un informe diariamente a sus superiores policiales y, como es obvio, al propio ministro. Sánchez - como el rey Felipe VI - sabe en cada momento dónde se encuentra el emérito y a qué dedica su tiempo libre, que supuestamente es todo el tiempo del que dispone. Cuentan que la decisión de poner tierra por medio la tomó el propio Juan Carlos de Borbón, en contra de la opinión del presidente del Gobierno, lo cual es aún más sorprendente. Porque si así fue Sánchez debería haber parado los pies con todo respeto al exmonarca. No era particularmente difícil. Bastaba con precisarle que el Gobierno expondría públicamente su absoluto desacuerdo, en estas circunstancias, con su salida del país, cuando las investigaciones que se desarrollan en un juzgado suizo pueden terminar con su imputación formal por varios delitos financieros de gravedad.

El anterior jefe del Estado optó por esforzarse para que España se convirtiera en una democracia homologable a la del resto de Europa, ciertamente, y en una tarde aciaga de febrero se llegó a jugar la corona: el plus de legitimidad de ejercicio -que se sumó a la legitimidad de iure de una Constitución aprobada por una amplia mayoría - le prestigió durante décadas. Recuerdo el discurso que dirigió a las primeras Cortes democráticas, elegidas por sufragio universal en 1977: los socialistas, comunistas y nacionalistas vascos y catalanes se negaron a aplaudirle. Después de 1981 le aplaudieron (casi) todos. Sin embargo todo sistema tiene sus fracturas y debilidades. El país había sido institucionalmente democratizado en los años ochenta, pero la Casa Real - dos únicas menciones en el texto constitucional - no. Con seguridad Juan Carlos I se sentía orgulloso de la imperfecta democracia española, pero no se aplicó ninguna limitación democrática a su vida íntima, cuando los jefes de Estado, en los países democráticos, deben evitar puntillosamente la esquizofrenia entre un actor público y un sujeto privado. El anterior rey no lo hizo porque nadie le inculcó dicha actitud política y moral en su adolescencia y juventud - rodeado de la ciénaga de corrupción que era el franquismo -- y porque nadie se lo exigió después de llegar a la Jefatura del Estado: era en 1975 un hombre de casi cuarenta años del que no se le conocían escándalos ni desafueros. Un frustrado cortesano aseguraba que sus únicos vicios eran el tabaco y la desconfianza.

Largarse inopinadamente ha sido su mayor estupidez. Porque si la monarquía sobrevive habrá sido por exigir que regrese y dé a cara (para rompérsela) como un ciudadano español. Es una condición necesaria para que la Corona no se derrumbe, pero en absoluto es una condición suficiente.