Hace muchos años escribí un cuento estalinista. El relato consistía en una carta redactada por Stalin, entre su primer derrame cerebral y el descubrimiento de su cuerpo agónico muchas horas después, en la que por fin se sinceraba sobre las razones que le habían llevado a perseguir durante décadas a León Trosky hasta que un comunista español, mandatado personalmente por él, asesinó a su enemigo en su refugio de Méjico. Stalin nunca le tuvo precisamente miedo a Trostky, de quien probablemente detestaba su arrogancia, su capacidad, su gallardía y su cultura. Pero, ¿miedo? En la biografía más filotroskysta de Trostky - la trilogía aquella tan leída de Isaac Deutscher --el héroe de la disidencia jamás le planta cara a Stalin. La mitad de las veces ni siquiera asistía a las reuniones de la dirección del partido; cuando lo hacía, abría poco la boca, e incluso se ponía a leer. Stalin organizaba alianzas y facciones antitroskystas mientras el que fue comandante y organizador del glorioso Ejército Rojo se dejaba desplazar más o menos mansamente a los márgenes del partido y, después, al exterior de la propia legalidad soviética. Claro que cuando era evidente que le iban a volar la cabeza o juzgar sumarísimamente -era lo mismo -huyó al extranjero.

En su carta apócrifa Stalin desvelaba sus motivos. No, no era un supuesto espíritu contrarrevolucionario de Trostky y el apoyo silente pero potencialmente explosivo de los sectores más radicales del partido. No eran diferencias estratégicas insuperables entre ambos. No: Stalin necesitaba un mártir. No un mártir a su favor, por supuesto, sino un mártir en su contra. Cansado y enfermo conocía perfectamente la ilimitada monstruosidad de sus crímenes, pero los consideraba necesarios para salvaguardar la revolución. No solo se había machado de sangre de pies a cabeza: en esa pocilga ardiente de sueños e ignominias había obligado a sumergirse a cientos de miles de hombres, a los que había a su vez asesinado cuando les toco su turno. Muy pronto intuyó - era un animal básicamente intuitivo - que a su muerte su nombre sería arrastrado por el barro y la imagen de la revolución triturada en su propio país. Y pensó en Trostky. Un Trostky perseguido hasta una muerte sacrifical. Un símbolo para pregonar que la épica revolucionaria era válida, que el stalinismo era un error burocrático y asesino, pero coyuntural, que el logro emancipador de 1917 estaba fuera de toda duda. Trostky, en definitiva, era la prueba de que los revolucionarios podían denunciar los errores de la revolución y proponer subsanarlo. Una suerte de albacea testamentario en negativo.

En ese viejo cuento mío Stalin y Trostky, incluso, pactan sus respectivos papeles en los años treinta. "No puedes nada contra mí", le dice el primero al segundo, "salvo convertirte en mártir y defender lo que yo defiendo para que otro pueda quitarle sangre y adaptarlo a los tiempos". Trostky asiente y lo admite, toma su gorro de piel de nutria y sale del pequeño despacho del Kremlin. Cuando llegó el momento no puso ningún obstáculo a Ramón Mercader. En el cuento es el propio Stalin quien le advierte, a través de una misiva, la identidad de su asesino y la hora del atentado.

Recuerdo que me divertí mucho escribiendo ese relato. Pero para mí fue además una explicación, por fantasiosa que fuera, a esa chifladura ideológica: la afirmación apasionada de que con un Lenin saludable o un Trostky libérrimo al frente de la Unión Soviética las cosas hubieran sido sustancialmente distintas. Stalin tenía razón: la sangre, la violencia y la profecía fanática del totalitarismo marcan para siempre el camino.