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REFLEXIÓN

Certezas

Mi abuela creía en lo sobrenatural con la misma vehemencia que creía en el Vicks vaporub, en la crema hidratante, en José Gregorio Hernández y en los productos de la teletienda.

Una mañana me contó que había soñado con su tío Manuel Bolaños, "al que un día se llevaron las brujas".

Sentada en la cama, con los ojos aún a medio abrir y la taza de café en la mano, iba desgranando la historia de cómo al hermano de su madre se le ocurrió una noche negra ir caminando desde San Andrés a El Bufadero y, en el trayecto, casi a la altura de Cueva Bermeja, unas voces estridentes y espectrales lo llamaron tres veces:

"Manuel Bolaños, Manuel Bolaños, Manuel Bolaños".

Cuando quiso darse cuenta, se vio rodeado por un coro de mujeres jóvenes, vestidas de blanco, que lo envolvieron (así mismo dijo) y lo fueron aturdiendo y metiendo en un remolino, de modo que despertó a la mañana siguiente en El Bailadero, sano y salvo pero con la cabeza nublada y mucho miedo en el cuerpo por lo sucedido.

Después de varias horas desaparecido, nada más llegar a su casa contó lo sucedido y nadie tuvo nunca la sospecha de que se tratara de una estratagema para justificar una noche de juerga que se le habría ido de las manos.

Esa fue mi primera objeción al relato, que mi abuela rechazó de plano, arguyendo: "Si tú le hubieras visto la cara, blanca como las cartas, sabrías, como sé yo, que ese hombre estaba diciendo la verdad".

Mi abuela, ya ven, era una mujer de firmes convicciones y de creencias inamovibles, que resistían todos mis asaltos hasta que dejé de intentar convencerla de que las cosas que se le aparecían en sueños no eran mensajes cifrados, de que el Vicks vaporub no era el bálsamo de Fierabrás y de que el agua del Carmen no curaba todos los males, si bien te hacía olvidarlos con la melopea de tamaño regular que te cogías gracias al etanol destilado con sabor a hierbas que te estabas metiendo en el cuerpo con cada buche.

No quiero que se llamen a engaño: mi abuela no tenía un pelo de tonta. Muy al contrario, era una persona extremadamente inteligente para todas las cosas prácticas de la vida, una superviviente en todas las acepciones del término y, precisamente por eso, sabía que para seguir adelante tenía que creer, que confiar, que manejar un puñado de certezas a las que agarrarse cuando todo se desmoronara.

Yo, lo digo con tristeza, no me parezco a ella.

Y querría. Sería mucho más fácil aferrarse a esa máxima salerosa de la generación Z: "no tengo pruebas, pero tampoco dudas". Sería infinitamente mejor no ir a las misas de duelo por compromiso, pensando que todo se acaba en ese último responso. Sería más esperanzador tener la seguridad de que todo se va a arreglar, de un modo u otro, de que las cosas se están haciendo bien, de que no hay mal que cien años dure.

Pero yo soy hija de mi padre, el que pensaba que la ley de Murphy regía nuestras vidas, que el orden del Universo es perverso, que el mundo es un lugar hostil y que mejor hacer tres horas de digestión antes de entrar al agua. Por si acaso.

Más me hubiera valido ser digna nieta de mi abuela que, tan solo unas semanas antes de morir, con noventa y siete años, me pidió que le embadurnara los talones de vaselina y la cara de crema de día, porque estaba convencidísima de que iba a llegar al otro mundo con muchas menos arrugas.

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