Opinión | PIEDRA LUNAR

José A. Luján

Miradores etnográficos

Subimos a la Cumbre de la isla y, siguiendo la zigzagueante carretera, abierta hace ochenta años y no rectificada en ninguna de sus pronunciadas curvas, ni siquiera por seguridad, como se ha hecho en La Palma o en La Gomera, recorremos la vertiente norte, desde las estribaciones de Cueva Corcho (Valleseco), hasta Las Arvejas (Artenara). Estos puntos fueron el epicentro originario de los dos macro incendios que hace justamente un año asolaron el paisaje de ocho municipios isleños y sacaron de su letargo a las instituciones responsables del Medio Ambiente y enervaron a la población que siente preocupación por el entorno natural.

Hacemos glosa del estado de la situación al cumplirse un año de la catástrofe. Para empezar, anotamos la lección que nos da la propia naturaleza. Vemos cómo gran parte de la vegetación renace de sus cenizas. Los eucaliptos lucen mochones bastante crecidos en torno a sus troncos, y el pino canariensis sustituye las acículas ardidas por renovados rebrotes verdes. Los helechos son un manto verde arraigado a la tierra. No obstante, el pino insigne, ha quedado aniquilado para siempre, convertido en esqueleto vegetal. Es lo más triste del paisaje.

Por otra parte, constatamos que la Corporación insular desde el primer minuto puso manos a la restitución de los daños causados en torno a las vías. Se han reconstruido y creado nuevos muros en los bordes de la calzada que son sólido soporte para renovar la señalética y los quitamiedos que habían quedado retorcidos por las llamas y las altas temperaturas del siniestro. Se talan los árboles y pinos quemados en el interior del bosque, lo que genera un alto volumen de biomasa que, con las calderas adecuadas, hubieran sido alimento para uso energético de manera sostenible en el marco del cambio climático que estamos viviendo.

Con la fuerza de la naturaleza y con la mano del hombre se restituye el territorio quemado. Anotamos, pues, el estado de una gestión activa y eficaz. No obstante, el paisaje está ahí para observarlo y recibir las lecciones oportunas en cualquier etapa de su evolución. Pero junto a este paisaje natural, existe el paisaje etnográfico que en el marco de las Montañas Sagradas de Gran Canaria tenemos que hacerlo visible. Para ello, habría que aplicar criterios de transversalidad.

En la ruta que hemos reseñado, existen bienes etnográficos propios de la cumbre isleña, que son los caseríos trogloditas de El Tablado, Barranco Hondo y Las Arvejas que pasan de largo a la mirada del visitante, local o extranjero, al no haberse habilitado lugares adecuados para su observación. La actuación sobre los efectos de lo quemado da pie a que los bordes de la carretera son susceptibles de actuaciones que entrarían en los ámbitos de las obras públicas insulares y, tangencialmente, en el turístico. Creemos que los políticos y técnicos responsables deberían levantar la mirada de sus despachos y contemplar el entorno.

De la misma manera que se han construido las estaciones hidratantes para recargo de cubas de Medio Ambiente, habría que convertir la zona de Los Garajes no solo en un referente toponímico, sino en adecuado lugar de expansión para los múltiples usuarios que llegan al lugar los fines de semana y lo ocupan de manera muy precaria, tanto en el aparcamiento de vehículos como en el mobiliario propio del ocio gastronómico.

Por otra parte, tras dejar atrás el puente del Barranco de Caballero, primero a la altura de Las Peñas, seguido de la base de la Montaña de El Tión, encima de La Hoyeta, así como en La Higuera Negra, en la base de la Montaña de la Mora (Umbria de Las Arvejas), existen espacios idóneos para construir tres holgados miradores, con aparcamientos para vehículos y guaguas, desde donde el viajero podría observar en panorámica los atractivos caseríos trogloditas de El Tablado, Barranco Hondo de Arriba y Las Arvejas.

No es la primera vez que exponemos las propuestas que ahora reiteramos y a las que no se han hecho caso desde los ámbitos de planificación. Parece una actitud normal en cuanto se plantean iniciativas externas que afectan al patrimonio insular. Y no es extraño, ya que a lo largo del proceso y los estudios que llevaron a la Declaración de las Montañas Sagradas de Gran Canaria por las Unesco, ninguno de los cuatro cronistas oficiales de los municipios respectivos, todos con rango universitario, ha sido llamado para ofrecer su humilde opinión sobre alguno de los aspectos de su competencia. Lo que sí ha funcionado, incluso ignorando obras específicas y de investigación sobre el entorno, es el viejo adagio de Juan Palomo.

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