La Provincia - Diario de Las Palmas

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TESTIGO DE CALLE

La isla universal de Samuel Beckett

Le debo a la casualidad, al Teide y a Samuel Beckett la definición de lo que, según el autor de Esperando a Godot, es el alma de un isleño. Según él, un isleño no es otra cosa que una isla yéndose y volviéndose a la vez, siendo de un sitio de verdad y de un lugar provisional en cuanto deja la isla. John Donne lo dijo de otra manera. Para él un hombre es una isla entera y en sí misma. Beckett fue más acá de la naturaleza del hombre isleño, pues según él este es isla hasta cuando no está en ella.

Esa frase de Beckett la leí junto al Teide, hace muchos años, y jamás la olvido, va conmigo no sólo como un conjunto de palabras sino como la esencia de mi alma y de mi manera de concebir la vida. Me fui por primera vez de la isla, rumbo a Gran Canaria, una noche de primavera, en un correíllo. Pasamos la noche deambulando por la cubierta, fuimos luego a vivir en Tafira, y de allí a algunos tugurios de la capital, por el parque de Santa Catalina. Recuerdo que en la pensión había un tipo que hacía ruido con las sandalias. Cuando ya hubo demasiado escándalo, el dueño de la casa le dijo que esas no eran maneras de andar. El insolente le replicó como no se debe, y allí hubo una trifulca que a mí me dio miedo.

Cuando me asomé a Las Canteras, que yo no había visto ni en fotografías, sentí que yo era de ese mar, tan manso y alegre, tan rubio. Cómo podía ser de ese mar, me preguntaba, si también era de Martiánez, del Puerto de la Cruz de mi nacimiento, tan abrupto y despiadado, esas olas que se van comiendo unas a otras convirtiéndose al fin en parte de la arena misma. Podía ser, cómo no podía ser de dos mares. Y de muchos mares.

Fui sucesivamente del mar abismal de El Hierro, ese sonido de canción de cuna desde lejos y, al acercarte, el estampido de las piedras peleándose en La Restinga. Más adelante me llevaron unos amigos a Fuerteventura, y recuerdo haber tenido, aun tan joven, noticia de lo que pasa cuando te metes, por ejemplo, en el mar de Corralejo. Si tienes esa fortuna y tu primera experiencia del mar majorero es ahí, sentirás de manera automática que pierdes edad y ganas en felicidad nada más pisar la arena de la playa. A Lanzarote fui ya por mi cuenta, con otros amigos que iban de negocios; aun no conocía a César Manrique, pero cuando lo conocí y vi su casa por dentro, debajo del volcán, entre la lava, sentí que de ese subsuelo era también mi casa. Y al descubrir Famara sentí, como en Corralejo, esa sensación de juventud que te regala el tiempo si le da la gana. Fui casi al tiempo de la tierra y del suelo de San Sebastián de La Gomera antes de subir al Cedro y contagiarme de su aire, con el que mi memoria vive. ¿Y La Palma? Ahora hemos estado pendientes de La Palma, empezando por Garafía, soplada por el fuego azaroso de la noche. No pasó un día de estos días aciagos que no estuve visitando, desde mi corazón y desde mis tinieblas, esa isla mágica, bendecida por gente como Mauro Fernández, uno de los artífices de su luz y su belleza. En Lobos conocí la exacta diferencia que hay entre una isla y un hombre: una isla se puede abarcar en cuatro pasos y a un hombre nunca lo conoces.

Así que soy de todas las islas, un isleño es de su isla y de todas, pues una isla no es tan solo una procedencia sino una realidad que sólo se va con el último sueño. En mi tiempo de vida, como es natural, la gente me ha preguntado, fuera de Canarias y en las islas, de dónde soy; a veces, en mi propia isla, me han preguntado, con gusto, con regusto o con disgusto, "cuándo te vas", y siempre respondo igual, yo no me voy nunca, ni vuelvo, porque nunca me he ido. ¿Y de dónde eres exactamente? Lo digo también, ahí sí muy concretamente. Nací junto a un barranco, en una familia cuyos padres, mi padre y mi madre, no hicieron nada por irse de allí. Mi padre, en concreto, hizo una vez un viaje a Gran Canaria, para pasar unos días con un joven amigo con quien tenía negocios. Regresó por la tarde, porque una vez mi madre le había dicho que un día se iba a bajar de un barco de un avión y se iba a acordar de que atrás se había dejado algo. Y, en efecto, mientras caminaba por los alrededores de Agaete sintió que algo le faltaba. Era mi madre, de la que por cierto era su prima hermana, y se vino inmediatamente.

Ahora he estado dos meses en la isla en la que nací. Viajé por carreteras que no conocía, fui a mi pueblo y a mi casa de junto al barranco, vi caminos que no han sido tocados, me asomé a la Punta del Viento y estuve en el bar más chico del mundo, junto al ayuntamiento; estuve en La Orotava y en el Tigaiga, junto al Taoro, que fueron mis sitios de trabajar cuando iba con Elfidio Alonso a escuchar a Otto Hartzman tocar jazz para contarlo en El Día, donde trabajábamos. Y estuve en Bajamar y en la Punta como si quisiera retratarlas, y en todas partes vi huella de esa frase de Beckett que leí un día en el Teide.

En efecto, nunca me he ido de ninguno de esos sitios, porque nunca me he ido de las islas; aunque esta mañana en que escribo estas líneas he paseado por el desierto de Madrid, ciudad asustada por la pandemia, sigo escuchando en mis adentros el sonido del mar de Las Canteras, de Martiánez, de Bajamar, de Famara, de Corralejo, del Médano? El mar suave o rabioso, según le dé al viento.

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