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PAPEL VEGETAL

Negacionistas

Primero fueron los del Holocausto, luego, los del cambio climático, y ahora es el turno de los conspiranoicos, coincidentes en muchos casos con los otros, que niegan la peligrosidad o incluso la existencia del coronavirus y sostienen que se trata sólo de un invento del multimillonario fundador de Microsoft, Bill Gates, y las elites globales.

Entre los negacionistas los hay de todos los colores: desde esos ácratas que recelan siempre - y en muchos casos no sin razón- de los abusos del poder hasta esos ultras que mientras denuncian los intentos de los gobernantes de mantener amordazada a la población con un sistema "totalitario", no ocultan, paradójicamente, su anhelo de un hombre fuerte.

Hemos visto ese revoltijo ideológico tanto en los que se reunieron hace unas semanas en la madrileña plaza de Colón, aparente epicentro de los ultras, como los que lo hicieron hace sólo unos días en Berlín y entre los que había legión de nazis así como de nostálgicos del Reich, el viejo imperio alemán, que intentaron asaltar el Parlamento.

Llevaban algunos de los que se manifestaron ruidosamente en Berlín tanto las banderas prohibidas de aquel imperio militarista, derrotado y disuelto tras la Primera Guerra Mundial, como alguna de Estados Unidos, de Rusia y Turquía, como si quisieran manifestar así su admiración por personajes como el presidente Donald Trump o sus homólogos Putin y Erdogan.

Algunas pancartas pedían acabar con el "régimen de (Angela) Merkel" como si la República Federal de Alemania se hubiera convertido de pronto, bajo el Gobierno de coalición entre cristianodemócratas, socialdemócratas y cristianosociales bávaros, en una dictadura como la de la extinta República Democrática Alemana por su decisión imponer la obligación de llevar mascarillas en los comercios y en los transportes públicos para intentar frenar la pandemia.

Uno no puede evitar preguntarse qué habría dicho toda esa gente que tan ruidosamente protesta en Alemania si hubiese estado sometida allí durante meses a medidas de confinamiento tan estrictas como aquéllas a las que aplicó el Gobierno de Pedro Sánchez a la población española, no dejando salir de casa a los ciudadanos, niños incluidos, sino un par de horas al día.

Yo viví esos meses por suerte en Berlín, donde el ambiente era infinitamente más relajado gracias a los mejores datos epidemiológicos, y al volver luego a España, acabado ya el confinamiento, no dejé de admirarme de la autodisciplina con la que los ciudadanos seguían llevando en todo momento mascarilla en la calle como ordenaban las autoridades, algo que no sucedía en Alemania.

Ahora, cuando me propongo regresar a mi país por algún tiempo, me encuentro con que, pese a la dureza extrema de aquellas medidas, la situación ha empeorado allí mucho más que en otros países europeos, y me pregunto si todos aquellos sacrificios que tuvieron que hacer mis compatriotas fueron en vano.

¿Qué es lo que ha fallado para que volvamos a encontrarnos en una situación que se aproxima peligrosamente a la de marzo? Fallaron en efecto muchas cosas. La población, sobre todo la más joven, estuvo sometida durante meses a presión y, en cuanto acabó el confinamiento, parece haber saltado como un resorte sin tomar conciencia de las posibles consecuencias para todos.

La gente volvió a hacer vida social, eso que tanto nos gusta a los mediterráneos, sin guardar en muchos casos la distancia recomendada para evitar eventuales contagios. Se reabrieron las discotecas hasta altas horas de la noche, se reanudaron los botellones en plena calle. Se organizaron grandes reuniones de amigos con abundancia de alcohol. Se volvió, esto es, a lo de siempre. Y se invitó de paso a los turistas a compartir nuestra alegría y ganas de fiesta porque había que llenar hoteles, bares y restaurantes..

Pudo en muchos casos más el lobby de los sectores más golpeados por la pandemia -la restauración y el turismo- que las recomendaciones de epidemiólogos y virólogos. Los centros de atención primaria siguieron desbordados sin que, a diferencia de lo ocurrido en Italia, se invirtiese lo suficiente en la contratación a tiempo de médicos, personal de enfermería y rastreadores capaces de seguir la cadena de contagios.

El Gobierno de Sánchez puede haber pecado en muchos casos de autocomplacencia o soberbia, pero la oposición ha estado en todo momento más interesada en desgastarlo en un intento, de momento vano, de provocar su caída en lugar de llegar a compromisos y acordar entre todos medidas para frenar un virus que no entiende de ideologías pero que, como hemos visto, se ceba sobre todo en los más débiles: los ancianos de las residencias, quienes han de viajar hacinados al trabajo, viven en pisos pequeños y no saben o pueden seguir una dieta sana.

Y mientras tanto, los que tanto presionaron en su día al Gobierno central para que declarara el fin del estado de alarma tienen que ver ahora cómo un Gobierno como el alemán incluye a nuestro país entre aquéllos a los que se recomienda no viajar e impone una cuarentena y un test obligatorio a quienes regresan de España, lo que supondrá sin duda un nuevo mazazo para un país que ha hecho del turismo de sol y borrachera una de sus principales fuentes de ingresos sin que parezca de momento estar pensando en otras alternativas.

The New York Times publicaba el otro día un comentario del periodista español David Jiménez bajo el título de "El país donde las discotecas son más importantes que las escuelas" en el que se criticaba duramente el hecho de que las prioridades del país, tras los meses de confinamiento, pareciesen ser el fútbol, las playas, las corridas de toros y las discotecas, en lugar de la educación de millones de estudiantes.

"La pandemia, escribía su autor, ha puesto al denudo un modelo escaso de medios, con un profesorado mal pagado y desmotivado, planes de estudio anclados en el siglo XIX y una creciente desigualdad que permite a a las familias con recursos eludir las carencias del sistema con apoyo extraescolar, enseñanza privada y cursos en el extranjero para sus hijos". "¿Puede haber mayor prueba de la urgencia de reformar la educación que la incompetencia de una clase política producto de sus deficiencias?", se preguntaba. ¡Y no vayamos a contestarle con lo que ocurre con Donald Trump y la pandemia en EEUU!.

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