En estos tiempos de mecanización fabril, es razonable que goce de cierto predicamento lo artesano, quizás como un eco más de la pujanza de los valores individuales en detrimento de los colectivos (reforzada sin duda por los recientes desbarajustes de paradigmas socialistas extremos).

Pero lo que no parece tan lógico es el empecinamiento en lo manual, lo tradicional, abanderando lo artesanal como coartada; yo no tengo edad para saber de primera mano lo que costó pasar de la pluma de oca a la estilográfica. Pero sí sé que hubo recalcitrantes detractores del bolígrafo, junto a románticos defensores de la estilográfica, de los que todavía queda algún maquis emboscado. Y también veo la oposición, numantina en ocasiones, a pasarse de la honesta máquina de escribir al ordenador con su fiel impresora. Es como si nuestra resistencia a la instrumentación de la escritura fuera en aumento, en función de la sofisticación de la herramienta que separa nuestro dedo de la idea plasmada. Pues qué fácil es untar el dedo en pintura, y embadurnar una pared: tan elemental para un niño de párvulos como para un troglodita de Altamira.

Bueno, pues creo que en esto de escribir ya es hora de romper una lanza en favor de la tecnología y sus bendiciones. Me voy a atrever incluso a afirmar que el ordenador es el instrumento más directo y potente entre nuestro dedo y la palabra escrita. En tanto no existan (o, añadamos precavidamente, mientras no sean de uso cotidiano) herramientas que trasladen directamente al papel nuestras palabras o nuestros pensamientos, la manipulación educada de un teclado por fuerza ha de constituir el vehículo más veloz y eficaz para escribir. Y qué escritor me quitará la razón en cuanto al valor supremo de plasmar una idea, muchas veces frágil y efímera como una pompa de jabón, con la premura que demanda su precisa concreción.

Ni siquiera es esencial alcanzar las pulsaciones por minuto de un oficial de notaría. Basta con una técnica mediana y una práctica habitual. Y al hablar de técnica, por supuesto no me refiero al "vals de los índices", fenómeno tan frecuente como desgraciado, y que debiera causarnos la misma alarma que ver a un pianista intentar interpretar una partitura con dos dedos.

Y llegados a este extremo, y ante la sospecha de que tal vez la suspicacia de muchos al uso del ordenador tenga su raíz principal en el receloso desconocimiento de la mecanografía, quizá sería oportuno proponer una urgente medida en el ámbito de la educación: que bajo ningún concepto se imparta la enseñanza de uso de ordenadores sin un curso intensivo previo de mecanografía.

Con el valor añadido de que nuestros hijos ascenderán de pedestres escribidores a brillantes procesadores de textos.