Que levante la mano quien no sienta la más absoluta repulsión por cucarachas, mosquitos y arañas, o díganme ustedes a mí si no es verdad que todos detestamos a los insectos. Los perseguimos, aplastamos, pisoteamos o, en el mejor de los casos, en esos días en que nos sentimos especialmente piadosos y en armonía con el Universo, los rehuimos. Incluso los más abnegados entomólogos confiesan sentir una extraña mezcla de amor-odio por el objeto de su estudio. Y a pesar de ello, a pesar de nuestra natural aversión por todo lo relacionado con los bichos, no conozco a nadie, salvo a mí misma, y debo de ser una de esas excepciones que confirman la regla y, por lo tanto, no se me tendría en cuenta en ninguna estadística seria. Pues no conozco a nadie, decía, a quien no le gusten las delicadas mariposas. Cada vez que he tenido la rara oportunidad de ser testigo de cómo alguien descubre alguna, observo como ese alguien se detiene a contemplar, fascinado, el aleteo de sus alas iridiscentes mientras vuelan, admirando su variado colorido e incluso sonriendo, extasiado, si alguna de ellas llega a posarse accidentalmente sobre él o ella. Y sin embargo nadie, absolutamente nadie, parece reparar en que las mariposas no son otra cosa que bichos con un bonito disfraz. Es decir, que son primas hermanas de esas tan molestas moscas, de las odiosas polillas, o de las repugnantes libélulas, con un aspecto incluso más desagradable que el de éstas, pero con unas hermosas y, por cierto, muy frágiles alas de colores que, por lo que se ve, son las que cambian nuestra percepción de lo que estos animales son en realidad.

En la naturaleza y salvo contadas excepciones que incluso podrían considerarse anomalías, la belleza física no suele darse más que como recurso para obtener un fin muy concreto: o bien como sofisticada estrategia de camuflaje para pasar desapercibido frente a posibles predadores, como es el caso de estos delicados insectos de la familia de los lepidópteros, o bien como reclamo para facilitar el apareamiento y, con ello, la perpetuación de la especie, como ocurre con pavos reales, flores y un larguísimo etcétera. Es decir, que tiene una finalidad muy concreta y que en realidad no es más que el producto de un cúmulo de circunstancias totalmente fortuitas, accidentes genéticos que han ido produciéndose a lo largo de generaciones y generaciones y que en nada dependen de la voluntad de su poseedor, con lo que tampoco le otorga a este ningún mérito o responsabilidad sobre el mismo y, por tanto, no deberían ser en absoluto motivo de admiración o aplauso.

Y sin embargo, aquel que ha tenido la suerte de nacer hermoso ha tenido también desde que el mundo es mundo la mitad del camino andado en lo que a sociabilización se refiere. El guapo lo tiene más fácil a la hora de relacionarse, de conseguir trabajo o de encontrar pareja, a pesar de que la belleza, al contrario que la humildad, la generosidad o la compasión, no es una cualidad que dependa de nosotros originalmente y, por tanto, tampoco es algo de lo que sentirse orgulloso. Somos bellos porque la genética y el momento histórico de nuestro nacimiento, algo que no hay que olvidar, ya que los patrones de belleza cambian cada poco, así lo han querido, y nuestra hermosura no nos convierte ni en más bondadosos, más inteligentes ni, desde luego, mejores. Al fin y al cabo no es conveniente olvidar que un bicho es un bicho, por muy bonitas que tenga las alas y muy bien que se camufle.