En mi tradicional almuerzo de amiguetes de los miércoles, se suscitó, a raíz de unas elecciones en ciernes, el tema de las encuestas.

Siendo los comensales de distintas orientaciones y profesiones, y la mayoría vehementes en sus juicios, como buenos latinos, la discusión fue jugosa y apasionada.

Pero yo me voy a quedar con el original concepto de Manolo, con sus "encuestas orientadas".

Cabe aclarar primero que Manolo es dueño de una pequeña empresa de copistería y papelería, con unos diez empleados. Aunque cumple con Hacienda, por lo menos hasta donde le obligan, y su código de la amistad es inquebrantable, no le son ajenos esporádicos atajos éticos. Como botón de muestra me limitaré a citar hacer la vista gorda ante el fotocopiado de dos carnés de DNI transformándolo en uno con la parte delantera del primero y la cara trasera del segundo, adjudicando así a un pollillo de 16 años una flamante fotocopia de carné con la mayoría de edad cumplida, correspondiente, claro, al segundo documento del amiguete.

Pues bien; Manolo era tajante, y un convencido partidario de las encuestas, siempre y cuando éstas vinieran "bien orientadas". Al rogarle que nos explicara tan nebuloso concepto nos lo aclaró con el ejemplo de un estudio llevado a cabo en su propia empresa donde, para mejorar la "interrelación" de la dirección y los empleados, había sometido a todos ellos a un cuestionario muy libre sobre su opinión de la dirección, y de posibles mejoras en cuestiones laborales. Como era natural, dicha encuesta se planteaba con absoluta confidencialidad, para no sesgar el resultado, con impresos y sobres idénticos para todos, la misma máquina de escribir para comentarios complementarios, y un total anonimato para salvaguardar la libertad de opinión, y por ende una sinceridad, a veces brutal, en los juicios expuestos.

La única pequeña traba a tan absoluta confidencialidad, según Manolo un detalle sin importancia, era que el propio dueño, al recoger los sobres de los distintos escritorios o puestos de trabajo de sus empleados, procedía a graparlos en su presencia. Pero de lo que no les advertía era de que cada vez que cosía el sobre lo hacía con un grapado distinto (para algo había de servir tener un negocio de papelería).

Con un simple código de patillas abiertas, patillas cerradas, grapas de cobre, grapas de acero etc, etc, etc, podía identificar en el posterior escrutinio al titular de cada papeleta, con lo cual, sin duda, "enriquecía" la interpretación puramente estadística del sondeo.

No sabría decir si tan novedosa técnica despertó más indignación que admiración entre los comensales. Pero en lo que todos convinimos era que con este sistema todo quedaba indudablemente "grapado y bien grapado".