Ahora que la esperanza de vida se alarga, ahora que disminuye de manera drástica la natalidad, ahora que incluso en Canarias el único crecimiento de la población proviene de los inmigrantes que nos rejuvenecen, ahora que en el mundo occidental estamos en camino de convertirnos en una sociedad envejecida, los límites de la vida constituyen tema de debate, asunto de actualidad recurrente que ya preocupa a los sociólogos, a los psiquiatras, a los economistas, a los gestores públicos. Hay quienes, como el disoluto Berlusconi, anuncian que van a vivir 120 años ya que se van a trasplantar todo lo trasplantable, y leemos opiniones presuntamente autorizadas que afirman que podríamos superar los 100 años de esperanza de vida. Algunos señalan que con la generalización de los trasplantes y los progresos de la medicina, las sucesivas generaciones superarán la esperanza de vida de ahora mismo. Claro que hay otro dato contradictorio, y es que desde que padecemos el azote de esta crisis la alimentación ha empeorado y aumentan los porcentajes de tumores malignos, de suicidios, de muertes precoces.

Hay quienes dibujan una especie de planeta paraíso de longevos pero también hay quienes se preguntan si vale la pena seguir prolongando la esperanza de vida, si ya a los 80 te puedes convertir en una piltrafa en silla de ruedas y con pañales como si fueras un recién nacido ¿qué sentido tiene prolongar la vida cuando la calidad de esta vida es muy baja y te transformas en un fantasma de lo que fuiste, acaso en estado terminal, acaso sobreviviendo durante años o durante meses conectado a un respirador artificial, acaso transformado en un ser vegetal, ya sin conciencia?

Varios acontecimientos han vuelto a plantear ese tema tabú de nuestra civilización occidental: la muerte y sus circunstancias. Por mandato del sexto mandamiento durante siglos fue la carne el tabú, el asunto prohibido que nos enviaba al infierno, pero desde la revolución sexual de los sesenta, consciente ya la mujer de su propia emancipación a través del trabajo y la subsiguiente independencia económica respecto al varón, el único tabú es precisamente el de la salida de este mundo, un tránsito lógico que sin embargo en nuestro ámbito cada uno procura soslayar como si fuese de mal gusto siquiera mencionarlo. A fin de cuentas el capitalismo hace bien en ensalzar a los jóvenes, porque son estos los que consumen y mantienen el sistema; los viejos y los que ven reducida su pensión por los salvajes recortes carecen de todo interés, ya no son compradores de cuanto objeto fútil existe en el mercado. Los pensionistas de pocos recursos se quedan al margen del sistema, si acaso clientes potenciales de los viajes del Imserso y poquito más. Los recortes han cancelado muchos programas de ayudas a la dependencia, y las perspectivas no son halagüeñas.

Eutanasia significa buena muerte, y para sorpresa de muchos hasta los Oscars de Hollywood han premiado películas que plantean este asunto que poco a poco va siendo acogido en las legislaciones de algunos países. Si la muerte forma parte del proceso de la vida, deberíamos ser capaces de afrontarla como un acto natural, sin mayores dramatismos. Ningún ser vivo puede aspirar a la inmortalidad, y por ello nuestra conciencia debiera estar alertada de antemano. Después del disfrute terrenal deberíamos mentalizarnos para pasar al otro lado dignamente; por otro lado nadie debería imponer el hecho de seguir viviendo a una persona que se encuentre en condiciones infrahumanas.

Claro que el asunto es complejo. Progresa la medicina encaminada a mitigar los pesadumbres de un agonizante y aceptamos que se trate de aliviar el dolor de quien está a punto de salir de este mundo pero a veces alentamos el espectáculo de forzadas agonías, transmitidas casi en directo por los medios de comunicación para elogio de una idea básica: el sufrimiento, tan vinculado a la idea de culpa, a la penitencia. Cuando hacíamos el bachillerato una profesora de Historia nos dijo que el catolicismo es una religión que prepara para morir, y el protestantismo una religión para vivir.

El encarnizamiento terapéutico, es decir la aplicación desmedida de intervenciones médicas para prolongar la vida más allá de lo razonable, es una práctica común a los dictadores, desde Franco a Tito de Yugoslavia. Habría que preguntarse si lo que sucedió con Mandela no fue también una criticable prolongación de la vida mientras sus hijas pleiteaban entre sí por el reparto de la herencia. En el otro lado de la balanza, los casos de la norteamericana Terri Schiavo o los de la sedación a terminales en el hospital de Leganés reintrodujeron el debate sobre aspectos que ya parecían aceptados por la sociedad, la de proporcionar ayudas para una muerte menos dolorosa. Bien es verdad que la hipocresía sigue siendo una tendencia humana de la que resulta difícil librarse.