Decía el escritor William Somerset Maugham que "la gente no busca razones para hacer las cosas, busca excusas". Evolucionando en el planteamiento, tengo la sensación de que, en política, los dirigentes buscan excusas, no razones, para oponerse a las medidas propuestas o por sus adversarios políticos o por quienes, en general, claman por una regeneración democrática que ayude a enderezar el rumbo de nuestra sociedad y de nuestro modelo político de convivencia, que deambulan perdidos desde hace demasiado tiempo. Diferentes sectores como la Universidad, los colectivos populares, las plataformas cívicas, los profesionales más cualificados o incluso los propios ciudadanos anónimos han planteado iniciativas para hacer más visibles y efectivas las bases democráticas y constitucionales de nuestro Estado. Dichas iniciativas se centran sobre todo en la modificación de los sistemas electorales, en la potenciación de los mecanismos de democracia directa y en el mayor control de los partidos políticos en cuanto a su financiación y en cuanto a la corrección de esa dañina tendencia a supervisar y dominar al resto de órganos del Estado.

A esta avalancha de propuestas, y tras someter a un proceso de depuración las menos elaboradas y las más estrafalarias, hay que reconocerle el noble e imprescindible objetivo de mejorar la calidad de nuestra democracia. De ahí que sorprenda que quienes, gracias a la aritmética parlamentaria, ostentan la capacidad de sacarlas adelante, las ridiculicen y entorpezcan sistemáticamente o las tachen directamente de demagógicas, ineficaces, utópicas, menores o fruto de grupos de indignados antisistema que no merecen credibilidad ni atención. En definitiva, excusas y no razones.

La diferencia entre ambos conceptos viene determinada porque en las excusas los argumentos son meros disfraces que tratan de ocultar la auténtica realidad, que no es otra que su pánico a perder la cuota de poder que han venido disfrutando durante décadas merced, precisamente, a esas reglas que se pretenden cambiar.

Sin ir más lejos, en Asturias está tomando cuerpo una iniciativa de reforma de su sistema electoral por medio de la introducción de medidas tan novedosas como el desbloqueo de las listas electorales (con el fin de que los votantes sean libres de seleccionar a los más adecuados de entre los candidatos), la implantación de un proceso de primarias en el seno de una candidatura para designar a su cabeza de lista, la creación de un método de asignación de escaños y de una nueva circunscripción electoral que permitan la igualdad de voto de todos los asturianos (con independencia del lugar en el que voten) o la convocatoria obligatoria de debates en los medios de comunicación públicos. Las citadas medidas tienen su origen en el presente pacto de gobierno de dicha Comunidad Autónoma y en la presión que ejercen partidos minoritarios como Unión, Progreso y Democracia (UPyD) e Izquierda Unida (IU), indispensables para mantener la estabilidad del ejecutivo asturiano.

Asimismo, se ha conocido recientemente que el Gobierno de Canarias ha elevado a su Parlamento un documento con una propuesta de reforma del Estatuto de Autonomía donde, al parecer, también se recogen modificaciones de las normas electorales. Se trata de medidas bastante menos ambiciosas que las asturianas, si bien intentan también corregir la nefasta desigualdad del valor del voto entre unos isleños y otros. Prevén la posibilidad de establecer circunscripciones autonómicas, insulares o ambas, así como la reducción de un cincuenta por ciento de las actuales barreras electorales.

Ignoro cómo terminará la travesía pero confío en que la nave llegue a buen puerto. Tal vez estas iniciativas no sean el remedio de todos los males ni la solución de todos los problemas. Probablemente tampoco consigan por sí solas virar el rumbo de una crisis democrática que se evidencia de forma tan palmaria en nuestra sociedad. Pero sin duda constituyen un paso importante, una propuesta muy significativa que ayudará a mejorar la calidad de nuestro modelo constitucional. Aunque sólo sea por eso, deseo que otras comunidades autónomas sigan el ejemplo y que el propio Estado central termine por rendirse ante el anacronismo y la injusticia del vigente régimen electoral general. Tanto la Ley de Transparencia (aunque descafeinada y poco valiente) como otras decisiones que se adopten en aras de la regeneración democrática serán muy bienvenidas pero sin olvidar que la verdadera esencia del cambio radica en el sistema electoral. Negarse a verlo es una excusa, no una razón.