Uno sospechaba ya algo cuando los gobiernos europeos tan sólo protestaron tarde, y la mayoría con la boca pequeña, después de que Edward Snowden, ese ciudadano estadounidense, ex empleado de la Agencia de Seguridad Nacional, a quien habría que hacer un día un monumento, revelase el alcance del espionaje global al que se dedica desde hace años Estados Unidos.

Algunos de ellos tan sólo parecieron reaccionar después de que se supiese por lo publicado en algunos medios de comunicación europeos que entre los espiados figuraban también gobernantes de todos los colores, incluida la propia Angela Merkel. ¿Sería tal vez por la juventud germano-oriental de la canciller o sus matrimonios de conveniencia con los socialdemócratas?

Uno sospechaba ya algo, pero lo que ha revelado el jefe de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) de Estados Unidos sobre la colaboración recibida de los servicios de espionaje europeos, entre ellos -¿cómo no?- el de nuestro país, nos descubre de pronto montañas de hipocresía en las altas esferas de la política europea.

Con la brutal sinceridad de quien sabe que ninguna potencia extranjera le obligará un día a rendir cuentas, el general norteamericano Keith Alexander, director de la NSA, ha puesto de manifiesto con sus explicaciones ante la prensa la "servidumbre voluntaria" de unos gobiernos a los que sólo con un eufemismo cabe calificar de "aliados".

Debería de estar contento Osama bin Laden si viera cómo gana una batalla tras otra después de muerto. Porque si algo está consiguiendo el terrorismo es algo de lo que ya advirtieron algunos en su día: es decir, la erosión continua de nuestro sistema democrático.

Sostiene Washington, y repiten otras capitales como papagayos, que gracias al espionaje global de las comunicaciones se ha conseguido evitar numerosos atentados en distintos países. Naturalmente, no dan detalles porque se trata de materia secreta. ¿Vamos a creerlos a pies juntillas cuando tantas veces nos han mentido? Se impone en cualquier caso el escepticismo.

Pero lo que sabemos es que Al Qaeda es una hidra a la que por cada cabeza que le cortan, le nacen otras nuevas. Y lo único cierto es que bajo el manto de la lucha contra ese enemigo tan cruel como escurridizo, los simples ciudadanos estamos cada vez más vigilados por unos poderes que quieren saberlo todo sobre nuestras vidas, nuestros pensamientos y nuestras intenciones.

¿Qué habrían dado la Gestapo hitleriana, la Stasi de la Alemania comunista, el KGB soviético o el FBI de J. Edgar Hoover por disponer de los medios tecnológicos con que cuentan actualmente los servicios de seguridad estadounidenses, británicos y de otros países? ¿No es ése el sueño de todo poder totalitario?

Es verdad que los ciudadanos se lo hemos puesto muy fácil a esos poderes, renunciando alegre e imprudentemente a la privacidad, compartiendo nuestros datos, hábitos y aficiones con empresas como Google, Facebook o Microsoft, todas ellas por cierto estadounidenses.

El general Alexander puede haber actuado como el calamar, arrojando tinta a su alrededor como maniobra de distracción o de confusión. No importa cuáles fuesen sus motivos.

Y si es cierto que todos los gobiernos espían, también lo es que lo hacen a la medida de sus posibilidades. La capacidad de colecta y criba de la información de que dispone actualmente Estados Unidos gracias a su tecnología y a los tentáculos que tiene desplegados por el planeta supera todo lo que el propio George Orwell se hubiera imaginado.

Y ello le permite espiar a gobiernos amigos y enemigos, enterarse de sus estrategias, frustrar sus planes cuando lo considere necesario. Pero no sólo eso, sino también algo fundamental en una época en la que la economía lo domina todo: ayudar a sus empresas, a sus grandes corporaciones a adelantarse a sus rivales. Y ello mientras continúa hablando de libre competencia y de libre mercado.

Es cierto que frustrará también algún atentado, matará desde un drone en algún país lejano a un par de terroristas y tal vez a algún desgraciado que se encuentre en aquel momento por allí.

Y mientras tanto aquí todos seguiremos tan contentos porque gracias a ese gendarme global y sus acólitos podremos por fin dedicarnos en casi total seguridad a eso que más nos gusta: consumir.