Ya sabemos -¿o no?- que habitamos en un mundo incógnito, este que se llama planeta tierra, que gira sin parar en el transcurso de la historia, y a través de otras más lejanas, de la que apenas si se avizora algo. El pensamiento puede imaginar muchos horizontes, porque sus coordenadas son tan amplias como interminables. Hay otras cosas, cimentadas en la tradición, que tienden a desvelarnos detalles o apenas indicios. ¿Sabemos todo de todo? Absolutamente imposible. Sabremos algo de algunas o muchas cosas, pero nunca todo de todas las cosas. Nos movemos en terrenos simétricos. La Tierra gira y gira y, de igual manera, evoluciona la humanidad. Unas veces cabeza arriba y otras cabeza abajo. Dos perspectivas y percepciones muy distintas, conforme la evolución de los tiempos.

¿Qué ha sido de las guerras, las confrontaciones de pueblos y razas? Tan pertinaces como la sucesión de generaciones, desde épocas primitivas (hasta donde se puede llegar). Primero, posesión del propio terreno, imponiéndose a macha martillo, sin que nadie exterior osase penetrar en su espacio físico. Luego, ampliando sus ámbitos a costa de territorios o castas cercanas. Después, dominio sobre pueblos enteros. Y rondando épocas más cercanas, predominio en zonas de influencia, ya con miras desbordadas, sobre países y continentes enteros, de Occidente a Oriente, sobrepasando longitudes y mares.

De esta forma se pasó de la guerra de trincheras, de la primera guerra mundial, a la segunda, bombas atómicas incluidas, ya en términos de máximos holocaustos. ¿Hemos aprendido de tan terroríficos infortunios, de contiendas sin fronteras, que afectaban incluso más a las poblaciones civiles que a los combatientes en directo?

La realidad nos muestra muy distintas conclusiones. Parece que gozáramos con flagelarnos sin piedad. ¿Es nuestro sino, el sino de la especie humana, como las fieras que se acechan en la selva para devorarse unas a otras? ¿Es que el mecanismo de nuestro desarrollo se encamina por tales senderos? No queremos entrar en el campo de disquisiciones en cierta manera inescrutables. En la denominada "ley de toma de conciencia", de Jean Piaget, se plantea: ¿el orden del desarrollo psicológico responde siempre al orden de la construcción lógica? Por las evidencias, parece que no es así. Si lo examinamos bien, llegaremos fatalmente a idéntica conclusión. La lógica (dicho de una consecuencia natural) es desbordada manifiestamente y en consecuencia la razón (acto de discurrir el entendimiento) cae hecha añicos. Se la ignora y no se aplica nada de ella.

¿Cómo puede haber, de este modo, orden, tolerancia y entendimiento en el mundo? Posiblemente esa inexistencia sea lo que esté conduciendo a los sucesivos males y desastres incrementados de los pueblos y la humanidad. Siempre pugnas, luchas y más luchas, bajo signos que parecen diferentes pero que en realidad son los mismos. Europa, por ejemplo, parecía sosegada tras el desastre de la segunda contienda mundial y la siguiente etapa de "guerra fría". Sin embargo, se dejó el terreno abonado para sucesivas confrontaciones en el orden político, de influencia y preponderancias estratégicas. Lo que se dilucida no es nada volátil o esporádico. Y mucho menos como para mirarlo de soslayo, sin mayores trascendencias. Vuelven a chocar Europa y el gigante ruso, que no es ningún oso pardo, sin más, sino un poder con fuertes garras en manos de quien fuera implacable rector de la KGB, Vladimir Putin, frío como el Volga helado. Y amenazante. De su mano, la URSS más sosegada de Mijaíl Gorbachov parece retornar a los crudos tiempos de Stalin y Kruschov.

Si Europa, con el apoyo de EE UU, no afloja un punto, por allá, en el Kremlin, no se amilanan y, a su vez, aprietan tornillos que hacen daño en la zona del euro. Esto no predice nada bue-no para ninguna de las dos partes, afectadas recíprocamente. Se pisan terrenos muy peligrosos. Las guerras, sean políticas o de caracteres predominantes, no son meros juegos florales, máxime con los delirios nucleares por medio. Con fusiles, trincheras, cañones o aeroplanos, las devastaciones, aunque perecieran ciudades enteras, no rebasaban ese desastroso marco. Ahora, sería apocalíptico.

¿Imperará finalmente la cordura? Nunca, en ningún instante de la vida, se debe caer en el pesimismo y menos en el fatalismo de lo irremediable. Junto a la preocupación, o la desesperanza, entre el cúmulo de adversidades que recae sobre la sociedad y los pueblos en los momentos actuales, está lo que se denomina fuerza interior, simbolizado en el poder de la mente, induciendo a la sensatez, para, incluso así, navegar por entre mares alborotados.

El mundo, la tierra que pisamos, pervive a pesar de todo, aun con los mesiánicos que empuñan el timón, de una punta a otra del globo. Aunque con la gran y definitiva incógnita por medio: ¿quo usque tandem? ¿Hasta cuándo? La cuerda, si se la tensa demasiado, acaba por romperse.

La definitiva conclusión a la que se llega es que Atila no ha perecido. Por donde él pasaba no volvía a crecer la hierba. Ahora no queda ni vida. La patología destructiva -aparte de otras endemias sociopolíticas y hegemónicas- parece ser el sino irreversible de la humanidad. Así lo revela, implacable, la historia a través de todos los tiempos. Más pernicioso y extendido, con profundas raíces, que el pavoroso virus del Ébola.