El 10 de noviembre de 1989 la prensa occidental saludaba con la alegría la caída del muro de Berlín. Europa era una fiesta. Por fin se echaba abajo el "Muro de la vergüenza" que había separado la ciudad de Berlín, el telón de acero que impedía que las víctimas del infierno comunista pudieran acceder al paraíso capitalista. Atrás quedaban 28 años durante los cuales 5.000 personas intentaron entrar en Alemania Occidental, de ellos cerca de 300 perdieron la vida en el intento porque las fuerzas de seguridad disparaban a unos seres humanos que simplemente querían tener una vida mejor. Así de simple, así de tópico, así de rotundos se escribían los titulares y se hacían los discursos desde el mundo occidental.

Pero mientras se caían abajo los regímenes políticos de la URSS y Europa del Este, con su bloque militar (el Pacto de Varsovia), en el paraíso liberal nacía el acuerdo de Schengen que suprimía las fronteras interiores de la comunidad europea y a la vez levantaba nuevos muros para proteger el club de los ricos. Los representantes de las instituciones europeas promovían leyes de extranjería que buscaban blindar las fronteras a las personas de los países del Sur, con una mano decretaban el levantamiento de los muros y con la otra firmaban acuerdos comerciales para comprar recursos naturales a precios bajos a esos países. En el caso español le tocó al gobierno del PSOE de Felipe González y al ejecutivo del PP de José María Aznar aprobar las leyes de extranjería más restrictivas y promover el Frontex en la costa africana.

Así llevamos tres décadas en las que el muro de Berlín ha sido sustituido por las vallas de Ceuta y Melilla, el Frontex en las costas de África occidental o la militarización del mar Mediterráneo. La Europa liberal y democrática ha aprobado leyes que criminalizan la solidaridad, que persiguen a los ciudadanos que acogen en sus casas a personas sin permiso de residencia, que multan a los pescadores que en Lampedusa se atreven a rescatar a un náufrago. Los mismos gobernantes que se reúnen con sátrapas africanos para venderles armas, cierran las fronteras a las víctimas de esos dictadores.

El muro de 45 kilómetros que dividía la ciudad de Berlín causó 300 muertes en 28 años, según los cálculos más exagerados. Aquellos muertos recibieron el homenaje de Occidente, eran jóvenes que buscaban la libertad, que huían del infierno comunista. Los 12 kilómetros de cuchillas y mallas de Melilla acaban de causar 15 muertes, pero ha habido otras decenas de víctimas más y aquí no dimite nadie. Y en total se cuentan por decenas de miles los africanos que han muerto en las últimas tres décadas en su intento de entrar en el mismo paraíso liberal que buscaban los alemanes del Este. Pero hay una diferencia fundamental, aquellos comunistas no compraban a nuestras empresas, eran nuestros enemigos. Los países de los que huyen los africanos que mueren en el mar porque no pueden saltar los nuevos muros de la vergüenza son países aliados y sus gobernantes permiten a nuestras empresas explotar mano de obra barata o sacar sus recursos mineros o petrolíferos sin necesidad de estudios de impacto medioambiental. Por eso aquellos alemanes eran héroes y estos inmigrantes son un peligro para nuestra seguridad.