No deja de ser irónico que amenace un nuevo estallido bélico en una región del mundo especialmente conflictiva justo cuando se celebra el centenario de la primera de las dos grandes carnicerías europeas del pasado siglo.

Algunos historiadores han señalado ciertas coincidencias entre la inestabilidad resultante del desmembramiento del imperio otomano y la generada por la disolución de la Unión Soviética con la creación de nuevos Estados en los que la convivencia entre los distintos grupos étnicos no es nada fácil.

Resulta, sin embargo, tranquilizador que, a pesar de la escalada verbal, nadie parezca en este momento querer que ese nuevo conflicto entre Moscú y Kiev degenere en uno mucho mayor de consecuencias imprevisibles en nuestra era nuclear.

Hay además fuertes intereses económicos en juego que explican la contención de los principales gobiernos europeos a la hora de decidir la aplicación de sanciones: intereses sobre todo financieros por parte británica, y comerciales y gasísticos, en el caso de Alemania principalmente.

Y al mismo tiempo, los rusos, sobre todo su oligarquía, tiene mucho que perder de un boicot occidental, dados sus múltiples intereses y propiedades en Occidente, donde estudian muchas veces sus hijos y adonde ellos mismos viajan con frecuencia.

Para comprender, por otro lado, la actitud de Moscú en este conflicto hay que tener en cuenta el trauma que supuso para la mayoría del pueblo ruso la disolución de la Unión Soviética, que algunos han comparado con la humillación de los alemanes tras la firma del tratado de Versalles.

El desmembramiento de aquel imperio fue aprovechado por Occidente, que extendió el paraguas de la OTAN a países que habían pertenecido antes al Pacto de Varsovia o que, como los países bálticos, habían formado incluso parte de la URSS y buscaban así una garantía de seguridad frente a la antigua potencia opresora.

Ahora bien, ¿cómo iban a aceptar sin más los rusos que Ucrania, en la que muchos de ellos ven el embrión del mundo eslavo en la Edad Media, pudiese un día formar parte ya no sólo de la Unión Europea, sino también de la Alianza Atlántica, sobre todo habida cuenta de la existencia en Crimea de una importante base naval rusa?

¿Y debe extrañarnos que vieran una intolerable provocación en la propuesta de un grupo del Parlamento de Kiev de prohibir el ruso como segunda lengua oficial cuando hay un importante sector de la población, sobre todo en el Este y el Sur del país, mayoritariamente rusoparlante?

Todo el mundo mira ahora hacia el presidente Vladimir Putin, a quien la revista norteamericana Forbes presentó un tanto hiperbólicamente el año pasado como "el hombre más poderoso del mundo", y se pregunta cuál será su próximo movimiento.

Putin no es alguien al que le guste jugar a la ruleta rusa. Es frío y calculador. Y gracias a su anterior trabajo como espía conoce muy bien un país que puede resultar clave en la resolución de esta crisis: la Alemania de Angela Merkel. La canciller germana entiende el ruso y Putin habla alemán, por lo que pueden conversar directamente, sin intérpretes. Ambos se conocen muy bien e incluso se tutean. Y sus países tienen además fuertes intereses comunes.

Los rusos no renunciarán nunca a su presencia en Crimea, base principal de su poderosa flota del Mar Negro y donde están presentes desde el siglo XVII, cuando arrebataron esa península al imperio otomano.

Pero ¿será posible evitar la división del país y una desastrosa guerra civil? Cuando delante sólo hay el abismo, es la hora de la política.