Aunque han pasado ya unos cuantos días, todavía me duele el escroto que no tengo desde que visualicé a un joven, de nombre Pavlenski y de profesión artista, con sus partes íntimas clavadas en los adoquines de la Plaza Roja de Moscú. El también activista permaneció desnudo, inmóvil y observando silente sus partes nobles, mientras ejecutaba una performance denominada Fijación, a la que calificó de "metáfora de la apatía, indiferencia política y fatalismo de la sociedad actual rusa". Con un par, y nunca mejor dicho.

Inmediatamente me vino a la mente otra manifestación artística alternativa que en su momento perpetró la también alternativa intérprete Tilda Swinton en una sala del MoMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York). Dentro de una vitrina de cristal y vestida con camisa azul, pantalón vaquero y zapatos, se tumbó sobre una cama y estuvo durmiendo alrededor de ocho horas, mientras los visitantes de la exposición trataban de amortizar a duras penas el precio de la entrada al recinto. The Maybe (El quizás) se titulaba la obra. Su autora, Cornelia Parker, mediante un cartel adjunto, describía el despropósito como "actriz viva, cristal, acero, colchón, almohada, lino, agua y anteojos". Con otro par, de ovarios en este caso.

El caso es que, regresión por regresión, recordé asimismo un reportaje de cámara oculta emitido por televisión en 2010. El objetivo de sus responsables era demostrar que los muros de la Feria de Arte Contemporáneo ARCO acogían algunas obras de arte, como mínimo, discutibles. Para ello, colgaron en una de las paredes y de forma clandestina un cuadro al óleo realizado en una guardería madrileña por niños de tres años. Preguntados los sesudos visitantes y potenciales clientes sobre los sentimientos que les provocaba la pintura en cuestión, muchos de ellos no dudaron en afirmar que, sobre todo, "desesperación". Unas jóvenes añadieron además ciertos toques de "angustia" y "tristeza". Incluso un señor de mediana edad matizó que la citada desesperación nacía del esfuerzo por "buscar un camino nuevo". Aunque, sin duda, mi reflexión favorita la vertió un experto que intuyó en el artista (a quien imaginó varón, de gran experiencia y no menor grado de meditación) "una carga erótica muy grande pero también una represión muy grande". Textual. Todo muy grande. Como el tamaño de la tomadura de pelo.

Los amantes del arte más clásico y menos contemporáneo vivimos tiempos difíciles. Hoy por hoy, la belleza se considera un concepto retrógrado, propio de generaciones ancladas en el pasado e incapaces de asumir las sacrosantas vanguardias. Los creadores, en sus diversas modalidades, desde la pintura a la escultura, desde la música a la danza, desde el cine a la literatura, depositan en el escándalo y en la transgresión el secreto de su éxito, como si abogar por la elegancia y el equilibrio fuera un atraso manifiesto. Si, además, el mensaje que transmiten resulta ininteligible, mejor que mejor. Así condenarán a los ciudadanos normales a explicaciones complicadísimas sobre el sentido de sus esculturas, cuadros, partituras, coreografías o películas. Paradójicamente, esa aparente subversión antisistema de la que hacen gala suele estar a menudo subvencionada desde las esferas del mismo poder objeto de sus críticas y cuyos máximos representantes presumen de progresismo y modernidad mientras financian con fondos públicos los esperpentos de rigor. Que yo sepa, Miguel Ángel, Velázquez o Mozart siguen causando admiración con el transcurso de los siglos sin necesidad de ulteriores explicaciones. Tal vez sea porque emitir cualquier sonido no equivalga a cantar, ni convulsionar sin sentido sea sinónimo de danzar, ni trazar una serie de garabatos pueda equipararse a pintar.

No seré yo quien critique a aquellos que, desde la libertad y el respeto, se expresen como sus mentes y sus cuerpos les den a entender. Yo también lo hago. Pero, por lo menos, me abstengo de calificar como obra de arte lo que, en el mejor de los casos, es un mero ejercicio expresivo y, en el peor, un engendro de tomo y lomo.