Como en otras repúblicas sucesoras del desaparecido imperio soviético, Rusia incluida, entre oligarcas y políticos corruptos ha andado el juego en Ucrania. Conviene por tanto no hacerse demasiadas ilusiones sobre los grupos que luchan ahora allí por el poder y tratan de ganarse el favor de Occidente, incluido el de la dos veces primera ministra Yulia Timoschenko.

El Parlamento que depuso al presidente Viktor Yanukovich y nombró a un nuevo Gobierno provisional, una mescolanza de prooccidentales y elementos ultras, es, como escribía en un editorial el semanario The Economist, un "nido de bribones y enchufados, sin apenas mayor legitimidad" que aquel político corrupto, hoy en situación de busca y captura.

Incluso esa publicación británica nada sospechosa de rusofilia advertía en un editorial del peligro de volver a las andadas como ocurriría apostando otra vez por Timoshenko, la ex líder de la llamada Revolución Naranja de 2004, en la que algunos tantas esperanzas habían puesto, pero que sólo sirvió para cambiar a unos oligarcas por otros.

Se ha tratado de explicar parte de lo que ocurre en ese país por las tensiones nunca resueltas entre sus regiones occidentales, que pertenecieron al Gran Ducado de Lituania y luego a Polonia antes de formar parte del imperio austrohúngaro, y que han mirado siempre hacia Europa, y la parte sur y este, que formó parte bajo los zares del imperio ruso y habla esa lengua. Es un país, por tanto, con dos almas.

A todo ello se suma una tan desgraciada como accidentada historia del que fue el mayor y más poderoso Estado de Europa en el siglo XI con la posterior división entre distintos poderes regionales imperiales, expulsión de poblaciones -por ejemplo los tártaros de Crimea bajo Stalin-, invasiones, persecuciones y hambrunas provocadas entre el campesinado.

Rusia tiene en cualquier caso fuertes intereses en Ucrania y no sólo por la parte de la población que habla ese idioma, sino también por su proyecto de Unión Eurasiática, que reuniría, bajo hegemonía de Moscú, a una serie de Estados postsoviéticos, entre ellos también Bielorrusia y Kazajistán.

Es su respuesta a lo que percibe, con reflejo de guerra fría, como la amenaza de Occidente, que no ha dejado de extender su influencia a países que formaron parte de su imperio y hoy están ya o aspiran a estar en la Unión Europea y, lo que más preocupa seguramente a Moscú, también en la OTAN.

Rusia tiene a su disposición poderosos medios de presión sobre Kiev, además del comercio bilateral: podría por ejemplo subir fuertemente el precio del gas que le suministra o incluso cerrar completamente el grifo, aunque es ésa un arma de doble filo ya que el gas siberiano fluye también en dirección a Europa central y el Gobierno ucraniano podría en represalia bloquear su paso.

Pero en medio de todo ello está sin duda la lucha por el poder entre los distintos grupos de oligarcas que se han estado repartiendo la riqueza del país y entre los que están los vinculados a la familia del presidente huido.

¿Cómo puede explicarse un caso como el de Rinat Achmetov, el oligarca más poderoso del país que, según algunos medios, controla más de un centenar de empresas que dan trabajo a 300.000 personas y que, tras haber sido un personaje clave del círculo de poder de Yanukovich, se ha apresurado a ponerse de modo oportunista de parte de los nuevos dirigentes?

¿O el de otros que han abandonado mientras tanto el país como el joven multimillonario Serguéi Kurchenko, amigo del hijo mayor de Yanukovich y a quien algunos medios suponen en Bielorrusia o Rusia?

Dueño del holding Vetek y del club de fútbol Metallist de Charkov, con sólo 28 años se le atribuye una fortuna personal de 2.400 millones de dólares gracias a sus negocios en el sector del gas licuado.

La prensa contaba recientemente algunas de sus extravagancias: pagó, por ejemplo, 100.000 euros a un chef traído de Occidente por un solo día de trabajo porque, al no gustarle los platos que había preparado, le despidió ipso facto. Así son los caprichos de esos oligarcas sin moral ni escrúpulos.