Por primera vez, un parlamento y un gobierno autónomos, los de Cataluña, anuncian una investigación sobre la pureza de sangre democrática de determinados miembros del Tribunal Constitucional. Los vínculos con el Partido Popular y la Fundación Faes podrían dar base a su impugnación como miembros de la instancia que ha de dirimir el recurso contra el Estatut aprobado en las cortes catalanas y estatales, así como emitir dictamen en la causa de inconstitucionalidad de "la consulta" autodeterminista, procedimientos ambos promovidos desde las filas populares. Tal parece como si los órganos de la Generalitat, persuadidos de que ambos fallos les serán desfavorables, quisieran ponerse la venda antes de la herida con la deslegitimación previa del alto tribunal o, al menos, con un cuestionamiento que enrede las cosas más de lo que están.

Es un asunto complejo y grave. Complejo, porque la supuesta tendencia de algunos juzgadores no invalida su naturaleza democrática ni pone en cuestión su apertura pluralista a la hora de resolver. La mayor conveniencia estética no conlleva necesariamente la incorrección ética ni sería argumento ante tribunales supranacionales, por cuanto las interpretaciones constitucionales son materia exclusiva de los estados y sus órganos ad hoc. Y grave porque significa un paso más en la escalada degeneradora de las instituciones cuando son tantos los llamamientos formales a un proceso de regeneración que consolide las bases de la convivencia sobre el vector de la confianza social. La iniciativa del Parlament, respaldada por el Govern, antepone intereses minoritarios a la voluntad de la mayoría española, incrementando un cisma que ha crecido con invocaciones artificiosas en lo histórico y manifiestamente falsas en el plano de la realidad, con el "España nos roba" como banderín de enganche. Los antiguos roces ya son una herida distanciada del tratamiento racional.

La política que pretende avanzar con la judicialización de todos los conflictos es una política débil y mala, conclusión tan aplicable a los órganos catalanes como a los estatales. Aun rechazando con toda la fuerza de la razón y la emoción la hipótesis secesionista, es obvio que los recursos políticos para evitarla no han sido agotados ni podrán serlo en la ausencia de cualquier diálogo de esencia netamente política. No es sensato mezclar en todo a los altos tribunales del Estado y mucho menos tratar de enredarlos en sospechas para eludir sus decisiones o, simplemente, salvar la cara. Aunque no fuesen modelos incontaminados, están para tutelar las últimas garantías de la seguridad jurídica de todos los ciudadanos. En alguna parte ha de estar la línea roja que nos separe de la selva, y es de esperar que todos la respeten desde el día después de las elecciones del 25 de mayo.