El ministro del Interior ha postulado un "pacto de estado" por la seguridad, en la resaca de contradicciones y desencuentros originados dentro y fuera de España por la escalada inmigratoria que desborda las ciudades de Ceuta y Melilla, así como los procedimientos para contenerla. Sería ilustrativo reunir en un índice los llamamientos al pacto de estado por esto o contra aquello, repetidos en el país durante el corrosivo proceso de la crisis. Cuando todas las instituciones están en cuestión, la política en primer lugar, y aparecen fisuras en la mayoría de los órdenes de convivencia, la idea del pacto de estado no tendría que ser retórica multiuso sino convicción sincera. Nacieron de pactos de estado la Constitución de 1978, los de La Moncloa, el de Toledo y algunas otras bases esenciales para la construcción de la democracia, hoy erosionadas por el desgaste del tiempo y los cambios del mundo. Fue esa la llave maestra de los contratos sociales por la paz y la libertad en 35 años de evolución, y los españoles demostramos saber activarla.

Menudea el criterio de que la coyuntura actual es más grave que la de la transición. Bastaría una gravedad análoga para motivar el acercamiento regenerador. Los defectos del modelo de Estado, la parcial obsolescencia de la Constitución, el cuestionamiento de los tres poderes, la imperfecta representatividad derivada de la norma electoral y el vicio partitocrático, la regresión del bienestar, la incertidumbre de la protección social, las perversiones corruptoras, la educación y la sanidad en la cuerda floja, la impunidad de la evasión fiscal añadida a una fiscalidad injusta, el choteo de derechos esenciales como el trabajo y la vivienda, la insolidaridad interterritorial, el impuro federalismo fáctico de unas autonomías deformes, las competiciones de la avidez y la rapiña pornocapitalistas, las reformas esenciales que nunca se abordan; todo esto y mucho más, acabará abismando al país si las soluciones siguen al albur de la confrontación y la coartada del "y tú, más".

Los sondeos sociológicos reflejan explícita o implícitamente el insoportable malestar de la ciudadanía, el inútil rebote de los mensajes del gobierno y los partidos mayoritarios y la imposibilidad de nuevas mayorías monocolor. Lo más probable es que las cámaras se atomicen en grupúsculos con parcelitas decisorias que fuercen alianzas no representativas y precipiten la ingobernabilidad de España. Cuando el modelo clásico del bipartidismo se arruina, la salida provisional es la "gran coalición" que, a la manera alemana, ha soslayado el colapso no una sino dos veces. Sin más tardar, el día después de las elecciones europeas deberían tener visibilidad las mesas de encuentro de los partidos españoles sinceramente interesados en salvar el país mediante la cooperación coyuntural, lo más lejos posible de la confrontación estructural que los destruye a ellos y acabará arrastrándonos a todos.