Dicen los contables del Gobierno que los precios de las cosas de comer -y las que no lo son- han bajado una décima durante el último año. La noticia ha sido recibida con la habitual rechifla por la población: y no tanto porque descrean de ella como por el hecho de que esa feliz bajada, si la hubiere, ha pillado a muchos sin un duro en el bolsillo. Y así no hay quien se aproveche de las rebajas, claro está.

Estas son las típicas paradojas en que suele incurrir una ciencia de suyo enigmática como sin duda lo es la economía. El dinero y los productos que este puede comprar no siempre coinciden en el mismo sitio.

En los antiguos países comunistas, por ejemplo, la gente solía disponer de montones de billetes; pero se daba a la vez la desdichada circunstancia de que no hubiese nada que adquirir con ellos. A tanto llegó el disparate que el actual jerarca al mando de la República de Cuba, Raúl Castro, acaba de anunciar una reforma monetaria que "devolverá" al dinero su perdida función de instrumento de pago.

Sucede lo mismo en los países capitalistas, solo que al revés. Aquí, por ejemplo, abundan hasta el hartazgo las mercancías a disposición del cliente; pero a cambio es grande la proporción de ciudadanos que -sobre todo en tiempos de crisis- no disponen de dinero suficiente para comprarlas. Es como poner a un niño frente al escaparate colmado de dulces de una confitería.

Resumía muy bien esta contradicción cierto astronauta soviético que huyó a Occidente en tiempos de la Guerra Fría para descubrir que no es oro ni dólar todo lo que reluce. El navegante espacial en el exilio escribió a sus familiares: "Quiero que sepáis que todo lo bueno que nos decían en Moscú sobre el comunismo era mentira". Y a continuación les aclaró: "También debo deciros que todo lo malo que nos decían sobre el capitalismo era verdad".

El caso es que nunca estamos contentos. Si suben los precios, porque suben; y si bajan, porque la crisis ya se ha encargado de dejarnos a dos velas, de modo que no podemos aprovecharnos de las supuestas gangas.

Incluso habrá quien eche de menos las crecidas del Índice de Precios al Consumo que se producían hace algunos años, en la medida que entonces disponíamos de empleos y salarios más o menos suficientes para afrontarlas. En aquellas épocas ya un tanto lejanas -aunque apenas haya pasado una década-, el Gobierno solía culpar de los desmanes del IPC al pobre pollo, que siempre andaba enredando en la cesta de la compra. Comíamos al parecer demasiados muslos y pechugas con el lógico efecto de que se alborotase el gallinero y los pollos -enfurecidos- hiciesen subir la inflación a picotazos.

Nada que no pudiera resolverse. Cuando los precios corrían como liebres por culpa del pollo, el Gobierno echaba mano del mucho más barato conejo para evitar que la carestía le hiciese un roto a los bolsillos de la población. En ciertas navidades, la autoridad al mando llegó a lanzar una campaña para que los españoles se comiesen al menos un conejo, sin advertir las implicaciones lascivas que muchos pudieran ver en esa propuesta. Se conoce que todo vale contra la inflación.

Ahora que los precios bajan, aunque sea a mucha menor velocidad que la caída de los sueldos y la del empleo, el Gobierno no se ha sentido en la obligación de buscar un culpable, como es natural. Con el pollo que nos tiene montado la crisis, ya ni siquiera estas halagüeñas noticias consuelan al personal.