La versión oficial dijo que el gran problema de Irak era su dictador sanguinario, y que muerto el perro acabaría la rabia. En seguida se vio que no era así. Visible para quien se hubiera fijado existía un problema más profundo: el estado de conflicto entre las comunidades suní y chií. En Irak como en otros países, la adscripción a una u otra rama del Islam es más que una cuestión de fe; es una cuestión de identidad personal y familiar, tan o más fuerte que la identidad nacional en Europa. Los colonizadores habían utilizado en enfrentamiento entre comunidades para asegurar su dominio, y a la salida dejaron el poder en manos de la comunidad minoritaria, la suní, lo que provocó un estado permanente de agravio, revuelta y represión brutal. La caída de Sadam produjo el efecto del descorche en una botella de cerveza pasada por una centrifugadora. El chiismo mayoritario consiguió el poder, pero sectores del sunismo se resistieron a la pérdida y no han dejado de usar el terrorismo contra el nuevo estado de cosas. Añadamos que el enfrentamiento entre las dos comunidades tiene un alcance regional, y que ambas partes tienen simpatizantes y contribuyentes en diferentes estados y reinos. Riad se adscribe al sunismo y Teherán al chiismo, por poner dos ejemplos. Esta realidad no se valoró suficientemente antes de ocupar Irak y echar a Sadam, o quizás se valoró pero se menospreció porque el bienestar de los iraquíes no era el verdadero objetivo, y ha quedado sobre la mesa como un recordatorio permanente. Ahora dicho recordatorio pesa sobre las decisiones que vayan a tomarse con respecto a Siria. Allí también hay un enfrentamiento entre dos identidades religiosas. La mayoría de la población es suní, pero El Asad y gran parte de los altos jefes civiles y militares son alauís, aunque esta rama solo significa el 15% de la población. Cuenta con el apoyo inmediato de Hizbulá y tras él, del chiismo gobernante en Irán. Los rebeldes suníes, por su parte, son bien vistos por el sunismo beligerante de Al Qaeda y otras formas de yihadismo.