En la escena final de Quiz Show, película dirigida por Robert Redford, su protagonista confiesa ante una comisión parlamentaria que participó en el amaño de un concurso televisivo. Una vez reconocida su complicidad en los hechos, varios miembros de la citada comisión le felicitan por haber tenido la valentía de asumir públicamente sus mentiras y el coraje de admitir sus trampas. Sin embargo, uno de los miembros del Congreso toma la palabra para decir: "No estoy de acuerdo con mis colegas, no creo que un adulto de su inteligencia deba ser elogiado simplemente por decir la verdad". En ese momento, tras la única reprimenda dirigida al confeso y, simultáneamente, al resto de sus compañeros congresistas que pretendían ensalzar lo que, en el fondo, debía ser reprochado, el público asistente irrumpe en un estruendoso aplauso.

Dicha escena me vino a la mente al leer el pasado viernes un artículo del filósofo José Antonio Marina en el que afirmaba que "lo que caracteriza a una sociedad justa es que en ella se puede ser decente sin necesidad de ser heroico". Paradójicamente, nuestro sistema de valores se ha quedado oxidado, la ética se ha podrido y, hoy en día, las actuaciones correctas pasan a convertirse en conductas sorprendentes que generan ovaciones y reconocimientos. Si alguien encuentra una cartera y la devuelve a su dueño sale automáticamente en las noticias.

Abundando en esta cuestión, y a tenor de las informaciones relacionadas con el Caso Bárcenas, he escuchado numerosos comentarios del tipo "hay que ser muy íntegro para no aceptar un sobre con dinero" o "¿quién no actuaría así en una situación similar?" Por lo tanto, parece evidente que los españoles aceptamos mayoritariamente lo que está mal. Podemos disfrazarlo y llamarlo picaresca para suavizar el oído. Somos una nación que cuenta entre sus máximas la de "hecha la ley, hecha la trampa". Somos los que a personajes como El Dioni -que robó un furgón lleno de dinero y se fugó a Brasil para dilapidarlo- le dedicamos canciones y le ofrecemos programas de televisión para auparlo al estrellato mediático.

Siguiendo con los símiles cinematográficos, el actor Liam Neeson manifestaba en la excelente cinta Batman Begins que "el crimen prospera porque la sociedad es indulgente" y, desde mi punto de vista, la española es una sociedad indulgente con la corrupción. Ahora que las redes sociales invitan al desahogo y que afloran los movimientos de indignados, cabría preguntarse si nuestros modelos éticos y nuestros parámetros del bien y del mal han cambiado realmente. Confío en que así sea porque, hasta la fecha, hemos sido dóciles con el poder en la misma proporción en la que el poder ha sido riguroso con nosotros, los ciudadanos. Si de verdad queremos que las cosas cambien, debemos empezar por cambiar nosotros mismos, no justificando actuaciones, no mirando hacia otro lado y no siendo comprensivos ante determinadas situaciones. En definitiva, dejando de ser indulgentes con la corrupción política. De no ser así, se cumplirán los pronósticos del poeta ruso Yevtushenko de que "llegará un día en el que nuestros hijos recordarán con vergüenza aquellos días en los que la honestidad era calificada de coraje".

Los dos partidos mayoritarios de este país cuentan con cientos de miles de afiliados y millones de votantes que tristemente han mirado hacia otro lado ante los innumerables casos de corrupción que han tenido lugar bajo sus siglas, cuando no, directamente, los han justificado. Sin embargo, no han dejado pasar la oportunidad de señalar con su dedo acusador los asuntos sucios del adversario mientras denunciaban la existencia de complots orquestados y exigían para los suyos el derecho a la presunción de inocencia. Toleramos las faltas de los "amigos" al mismo tiempo que somos implacables con las del "enemigo". Somos injustos y, de nuevo, indulgentes. Por esa razón, tenemos probablemente lo que nos merecemos.