Nada contribuye más al estigma del suicidio que el silencio. Si bien todos los profesionales están de acuerdo en que hay que hablar del suicidio, no valdría hacerlo de cualquier modo. En la consideración del suicidio conviven, sin darnos cuenta, dos relatos que se entrelazan como las dos fibras de un cordel y que conviene ahora separar: 1.- El suicidio como la respuesta de un sujeto a un contexto de crisis vital donde sus capacidades de entendimiento y de voluntad no están abolidas. 2.- El suicidio como síntoma o consecuencia de una enfermedad mental. Visión biográfica y biomédica podrían ser sus rótulos, a falta de otros mejores. Desde la óptica biomédica, la persona tendría una enfermedad mental que no depende de su voluntad, como quién sufre diabetes o cáncer. Esa enfermedad mental -véase aquí la depresión, por poner el ejemplo más citado-, sería la causa de la conducta suicida como la enfermedad de Parkinson lo sería de los temblores en reposo. La persona diagnosticada de depresión sería un enfermo mental que requiere cura o ingreso psiquiátrico, pues, de lo contrario, sufrirá una nueva recaída en su sintomatología suicida. Aquí, el sujeto no salta por la ventana para poner fin al sufrimiento (concepción que atribuye al sujeto un propósito y a la conducta una función), sino que, sencillamente, su enfermedad le hace saltar al vacío del suicidio. Desde esta explicación de la conducta suicida nadie se preguntará de dónde le viene a esa persona ese estar tan profundamente deprimida como para desear suicidarse. Esta visión -es la que se quiere fijar como verdadera y canónica-, además de limitada y reduccionista, no encaja ni con la definición (acto deliberado de quitarse la vida) ni con la realidad de muchos de los suicidios que suceden a diario en todo el mundo; tanto en sociedades occidentales (hay muchos suicidios sin depresión y muchas depresiones sin conducta suicida) como en las orientales (donde puede importar más la identidad social que la vida personal, esto es, la vida-propia que la propia-vida). En cambio, desde la visión biográfica, el suicidio se entendería como una respuesta a una situación límite de sufrimiento psíquico, y donde, si se mira bien, dicho sufrimiento puede habitar en el trasfondo existencial de ese estar tan profundamente deprimido que antes pedía conocer su raíz. Eso sí, no sería un sufrimiento cualquiera, sino aquel que es vivido como intolerable, inescapable e interminable. Se trataría de un drama existencial con sus dos lados: uno convexo (observable para los demás, a menudo bajo el emblema de "parecía una persona normal") y otro cóncavo (observable sólo para uno mismo, a menudo como vivencia solitaria de tragedia interior). Ambos perfiles pueden y deben ser evaluados, a fin de determinar mejor las razones contextuales del suicidio y de buscar soluciones.

En nuestra sociedad, biomédica y tecnológica, invocar la presencia de una enfermedad sirve a varios objetivos nobles: esquiva la culpa/vergüenza del protagonista y de los familiares, consuela a los supervivientes, y legitima una ayuda sanitaria para todos. Sin duda todo esto es cierto. El debate es si no estaremos consiguiendo lo anterior al precio de caer en un peligroso estigma; el de convertir al sujeto con ideas o conductas suicidas en un enfermo mental. Esta identificación cientificista puede funcionar como una barrera entre las personas que piensan en quitarse la vida para la búsqueda de ayuda. Pareciera que pensar en situaciones límite que desbordan las capacidades de afrontamiento, según pide un enfoque biográfico, implicara, de suyo, una banalización del problema, un juicio moral, y hasta una negación del derecho a recibir ayuda profesional. Se trataría de un ejemplo de hasta qué punto se verifica que nuestro pensamiento permanece cautivo de un modo dualista de comprender los problemas humanos. En nuestra perspectiva, se trataría de ver el suicidio como lo que es primaria y radicalmente: el acto de un sujeto en respuesta a un sufrimiento vivido como límite. Este sufrimiento debe ser atendido por el sistema público, con todos los medios disponibles (incluyendo la medicación cuando se precise), sin escatimar esfuerzos, primando una relación de escucha y ayuda, más allá de protocolos, marcas y escalas, pero no al precio de hacerlo tratándolo como lo que no es; una enfermedad mental. Aunque no sólo por el sistema sanitario, pues la prevención del suicidio, como sus causas y contextos, implica a toda la sociedad. Sencillamente, por no ser una enfermedad como cualquier otra, sino un drama existencial, habría que invertir más en soluciones integrales. Que el suicidio pueda verse como un problema de salud pública no implica que deba ser entendido como un síntoma/enfermedad mental. La violencia de género es un problema de salud pública sin que ello signifique una deriva hacia la enfermedad mental ni de la víctima ni del agresor. En definitiva, la prevención del suicidio puede llegar más lejos si se habla y se aborda desde la óptica de una crisis vital de personas con capacidad de autonomía, que si se trata como una cosa de enfermos mentales incapaces de decidir que necesitan ser curados.