Se encienden los botones de alarma. El número de muertes por suicidio es mayor que el de accidentes de tráfico. En los últimos 45 años la tasa mundial de suicidios ha aumentado en un 60%. Se calcula que, cada año, mueren en el mundo un millón de personas por causa del suicidio. Se encuentra entre las diez primeras causas de muerte en los países desarrollados. Sin contar con los intentos de suicidio, en cuyo caso la cifras se multiplican por 20. La media en Canarias se sitúa entre 120 y 125 personas al año. Aunque afecta mayormente a las personas ancianas, grandes dependientes o solitarias, las últimas estadísticas muestran que aumenta el número de suicidios entre los jóvenes, un grupo inusual hasta hace bien poco y que hoy son el grupo de mayor riesgo en los países desarrollados o en vías de desarrollo. Para diversas asociaciones científicas se trata de la segunda causa de muerte entre jóvenes de 15 a 24 años después de los accidentes de tráfico. Tercera causa de muerte entre los adolescentes, según datos de los Centros para el Control y Prevención de las enfermedades del Reino Unido, avalados por la Unión Europea.

Entre las causas se apuntan los profundos cambios propios de la etapa en las que están involucrados factores evolutivos, emocionales y sexuales. Pero también afecta, a este sensible sector de la población, la persistente situación de paro a la que no se ve salida a corto y medio plazo. Todos los sectores de población se ven afectados si hay antecedentes familiares, depresión crónica (los trastornos mentales, crónicos o transitorios, según los especialistas, pueden rebasar el 80% de los suicidios en el mundo) el abuso del alcohol o drogas, pero hoy hace su aparición la crisis económica como un novedoso factor de riesgo. Así queda demostrado por investigaciones del Reino Unido, Estados Unidos y Canadá, avaladas por la Organización Mundial de la Salud, que hablan de unas 10.000, en los últimos cuatro años, en países de Norteamérica y la Unión Europea. No hay duda sobre los indicadores de la crisis que provocan este desastre: el paro crónico, no llegar a fin de mes, el acoso de deudas hipotecarias, los desahucios y la sombra de incertidumbre que se cierne sobre la familia y los hijos. Esto no quiere decir que sea la única razón para querer quitarse la vida. Porque son múltiples y obedecen a un impulso autodestructivo propio de lo que ocurre en la mismidad de cada uno. Hay un denominador común: estado de postración anímica y depresiva que lleva a una persona a traspasar el límite de su existencia. En ciertos momentos críticos cualquier persona se puede ver expuesta a padecer trastornos depresivos hasta el punto que maquine reiterados pensamientos de los llamados parasuicidas que, a veces, le conduce a, como se dice en lenguaje coloquial, quitarse de en medio. No obstante, tanto entre los jóvenes como en las personas adultas, en desempleo crónico pero en plenas facultades para producir y sentirse útiles, no existen datos concluyentes por los que se pueda afirmar que la tasa de suicidios haya aumentado a causa solo del paro. Pero sí está ampliamente comprobado que han aumentado las consultas a especialistas y centros de salud por motivos de ansiedad, crisis existenciales y estados de ánimo deprimido y como consecuencia en riesgo de suicidio. Las soluciones no son fáciles.

En el día Mundial de la Prevención del Suicidio, 10 de septiembre, es menester recordar que, mientras desde hace años se trabaja en programas, incluidos grandes campañas publicitarias, para la prevención de los accidentes de tráfico, poco a nada se ha hecho para paliar las razones individuales y sociales del suicidio. A veces se argumenta que una campaña demasiado visible o impactante puede desencadenar un efecto contagio. No hay estudios ni estadísticas que lo prueben, entre otras razones porque lo que lleva a una persona a atentar contra su vida corresponde su propio mundo interior lleno de turbulencias, frustraciones y falta de asideros a los que agarrarse. El peligro de la desmoralización y falta de esperanza, para el hoy y el mañana, siempre afecta a los más débiles. Se sabe que, para una gran mayoría, salir de la condición de pobre a la riqueza, lo mismo que de la miseria a la felicidad, son metas inalcanzables. Pero de tener un trabajo donde ganarse un mínimo sustento compatible con un vivir digno, dar educación a los hijos o formar un hogar con alguien a quien se quiere son objetivos reconocibles. Pero también importan las primeras urdimbres adquiridas, desde edades tempranas, en la familia y la escuela. Al Fausto de Goethe, de su crisis existencial, lo salva del suicidio el tañido de las campanas de una iglesia en una mañana de Pascua. Luego, un paseo por los mercados del pueblo y la conversación con los humildes lugareños le consuela y le devuelven el encuentro con la vida. Al Fausto lo salvó el pensamiento mágico. Flashes salvadores, recursos de su yo, interiorizados en edades más felices cuando el anhelo de vivir y sentirse útil no era una utopia rota antes de que surgieran deseos de autodestrucción porque la vida no merece vivirse. Lo expresa el lastimero canto del Méjico de adentro, pobre, primitivo, descarnado, evocado por poetas y troveros de soledades y desengaños: "De qué me sirve la vida o la vida no vale nada, no vale nada la vida". Por último reconforta tener una voz amiga para los momentos difíciles. Alguien se llegó, una tarde gris, a los alrededores de un gran puente. Se subió a la baranda, tomó impulso que fue su último aliento y se botó al vacío. Dejó escritas unas letras de despedida: "La llamé y no estaba". Nadie, en su entorno, conocía el nombre de la posible destinataria.