El guardia de seguridad no da crédito a lo que ven sus ojos. Un hombre baila imitando los movimientos de una lambada frente a las cámaras de vigilancia que rematan las esquinas del edificio. Llama a la policía y le desalojan con el único argumento de que hace gala de una "actitud sospechosa" y de alterar el orden público. Entonces, y ante la amenaza de que el asunto vaya a mayores, decide irse. Por la noche se presenta a la puerta de una discoteca con una camisa de tirillas y unos calcetines blancos. Los gorilas de la puerta no le dejan entrar. A la mañana siguiente encuentra en su buzón una carta del ayuntamiento donde le recuerdan que debe pagar el impuesto de circulación, aunque él jamás ha tenido coche. El señor empieza a sentirse algo cohibido. Pasado el tiempo, el hombre, a través de unos amigos, se mete en un partido político y ahora es un concejal que acaba de levantar la mano dos veces en el ilustrísimo pleno, una para contratar como asesor al cuñado de alguien y otra para aprobar un plan urbanístico algo sospechoso. No hay alrededor suyo ni cámaras de vigilancia, ni securitas, ni agentes. Ya no se nota tan presionado como antes.